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A modo de justificación

Nicolás Abancens. Es relativamente frecuente encontrar en edificios emblemáticos de muchos países (parlamentos, palacios presidenciales y de justicia, etc.) alguna sala o pasillo con el nombre de Pasos Perdidos, que normalmente sirve de acceso a la estancia principal.

No existe un acuerdo unánime sobre el origen de esta costumbre, que algunos sitúan en la Francia de Luis XVIII, consecuencia, según ellos, de una mala traducción del francés. Dicen que en realidad se trataría de la sala ‘des pas-perdus’ donde permanecían algunos políticos que no habiendo sido elegidos para la Asamblea en esa legislatura, aspiraban a serlo en la siguiente. Según esta versión, lo correcto sería hablar de la Sala de los no perdidos. Sin embargo el hecho de que esta denominación se dé también en países de lengua no castellana, induce a pensar que su origen pueda ser otro.

Hay quien señala, aunque a mí me parezca bastante simple, que quizá el nombre de esas dependencias se deba a que se encuentran generalmente cubiertas por gruesas alfombras, que amortiguan y silencian el sonido de los pasos…

No obstante, para mí, una de la explicaciones más verosímiles, dada la implantación mundial de la organización, es la que le otorga un significado masónico. Los masones celebran sus reuniones en las logias, y en ellas siempre existe una Sala de Pasos Perdidos, que obligadamente han de atravesar para alcanzar el ‘Taller’, lugar físico donde transcurren sus ‘tenidas’.

Sea cual sea el verdadero origen de esa denominación, voy a apropiarme de la simbología masónica para justificar el nombre genérico de mis colaboraciones en este periódico, aunque espero no tener que pagar derechos de autor por ello. Esa recinto representa el tiempo y lugar en el que se pasa de una vivencia (profana) a otra (masónica), a fin de retomar el camino que la vida cotidiana nos ha obligado abandonar. Es el lugar donde se vuelve atrás, donde liberados del influjo de todas aquellas pulsiones que nos impiden actuar racionalmente: pasiones, sentimientos, emociones, instintos, etc., tratamos de reencontrar los pasos que perdimos. Ese pretende ser el objetivo de mis artículos, anteponer la razón a cualquier otra consideración, pues creo que la mejor herramienta de la que disponemos para superar las adversidades y la que ha hecho posible el desarrollo social, entendido éste en su sentido más humano, es decir, menos natural, ha sido el uso de la Razón.

Soy consciente que pretender ser absolutamente racional, es tarea no solo vana sino diría que indeseable, pues como animales que somos es imposible y absurdo desentendernos de todo aquello que, impreso en los genes y la experiencia, ha permitido a la especie sobrevivir a lo largo de los tiempos y a nosotros en el día a día. Pero precisamente porque creo entender la naturaleza humana, compuesta de luces y de sombras, me atrevo a decir que esas últimas anidan con más facilidad en la irracionalidad.

Si no hace falta hacer propaganda de los sentimientos, ya que es imposible desembarazarnos totalmente de ellos y además hablar con el ‘corazón en la mano’ tiene ya, a mi entender, demasiada buena prensa, entenderán que lo que reivindique sea hablar con el ‘cerebro en la mano’, o por lo menos intentarlo. Hago mías las palabras de Thomas Mann cuando afirmaba, que nada corta tan rápidamente el diálogo y la conversación como las emociones.

Siguiendo esta misma argumentación, hace unos días leí, en un artículo de Soledad Gallego (‘El País’ 7 de diciembre de 2014), una frase escrita hace cien años con motivo del nacimiento de la revista The New Republic que mantiene, en mi opinión, toda su vigencia: “En estos tiempos de naufragio y ruina, el único poder que puede fortalecernos es un pensamiento inteligente y claro”

Así que ya perdonarán, pero lo mío va ser tratar de encontrar esos ‘Pasos Perdidos’. Deséenme buena suerte.

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