Alejandro Floría Cortés. Conocí a Iñigo la última semana de Febrero de 2010 cuando me entrevistó para un puesto de trabajo vacante en el departamento que dirigía. Como recordarán los lectores de la historia de Román el fajador, en aquel momento yo estaba en el paro tras cerrar la empresa en la que había trabajado durante casi ocho años, algo que en algún momento me pareció a una distancia infinita, pero que había sucedido y era con lo que me estaba enfrentando directamente y sin paliativos.
La primera impresión que me produjo Iñigo fue que, sin duda, debía tratarse de una persona inteligente, apasionada tanto con lo que hacía como con lo que quería hacer, pues estaba lleno de proyectos. Sus palabras y sus gestos estaban impregnados de un sutil histrionismo que entendemos en algunos actores como Nicholson o de Niro como el rasgo de una personalidad desbordante e intensa, pero que, en su caso, resultó ser tan solo uno de sus muchos síntomas.
Físicamente era desagradable. Encorvado y huesudo, destacaba su enorme nariz ganchuda y su halitosis, producto de una piorrea avanzada en una dentadura mal cuidada que exhibía en muecas parecidas a sonrisas. Nada le favorecía una psoriasis capilar que trataba de disimular con un peinado permanentemente húmedo y que le traicionaba con picores en los que se arrancaba pequeñas costras que se llevaba a la boca.(1)
Durante aquella entrevista conocí también a Moira, la adjunta de Iñigo, a quien, para mi sorpresa, impresioné por guardar, decía, un gran parecido físico con un amigo de su hermano desde la infancia, lo que quizás pudo favorecer una impresión positiva hacia mi candidatura. Con el tiempo entendí que esto también era otro síntoma.
Sin embargo terminé entrando en la empresa para desempeñar otra función distinta a la originalmente prevista, completamente desilusionado por unas condiciones económicas que mis entrevistadores tuvieron a bien salpimentar con uno de los comentarios más humillantes, pero instructivos, que he recibido en mi vida profesional: “Enhorabuena, la plaza es suya, lo ha hecho muy bien: no ha tenido exigencias”.
Así dio comienzo una primera etapa de ocho meses en el departamento, descubriendo a la fuerza los conceptos del desapego budista y la serenidad zen y con la compañía de una medalla de la Virgen del Pilar, que no se movió del punto más alto del teclado de mi ordenador en todo ese tiempo y que le producía un respeto reverencial a Moira.
Pronto me sentí desconcertado. Cuando eres tú quien ha sido director de departamento y has visto cómo tras ocho años de progresión profesional, tu trayectoria se trunca por algo que no tenía que ver contigo, y te reenganchas como soldadito, machaca o best-boy en una nueva empresa en la que tu nuevo salario es la mitad del anterior; cuando esto sucede y ves cómo tu nuevo jefe te chorrea por sistema, y cuestiona tus conocimientos, tu experiencia y tu formación,…lo probable es que te entren dudas.
Dudas de si vienes de haber vivido un espejismo, de si has disfrutado, sin saberlo, de la inercia de una exuberante bola de nieve que rueda y crece ladera abajo y que va a terminar estrellándose, haciendo pedazos a todo lo que ha absorbido en su frenético recorrido, durante el que se ha perdido toda visibilidad y perspectiva de la realidad.
Y ante las dudas, ante este tipo de dudas, haces lo que sabes hacer, quizás lo único que sabes hacer, y no es otra cosa que trabajar como una bestia y observar todo lo que sucede a tu alrededor, hacer de tu cabeza una esponja que lo absorbe todo, estar siempre dispuesto a aprender y, siempre, sin excusa, por encima de todo, conducirte como una buena persona, hasta que el propio diablo te lo reconozca ante luz y taquígrafos.
Con este método y esta disposición, eludí, inicialmente, los vaivenes del humor de Iñigo. Tan sólo dos meses después de incorporarme, Román sufrió el ictus y se extendió en la empresa la percepción de que el estrés al que lo había sometido su director había sido el desencadenante del suceso. Román arrastraba problemas sin saberlo, pero todo suma, aunque no tengamos claro como sucede; la acumulación y la repetición de los conflictos así como la percepción de agresión y la desvalorización generan enfermedad; basta acudir a la psicosomática clínica para entender este concepto, cada vez más en boga. (2)
Iñigo no fue responsable directo de lo que le sucedió a Román, pero contribuyó a modo de guinda terrible o gota desbordante, y no tardó en florecer en él un cierto sentimiento de culpa que trataba de apaciguar en largas conversaciones que mantenía, fundamentalmente conmigo y para mi disgusto, fuera de mi horario laboral.
Pretendía justificar su carácter, sin que nadie se lo pidiera, defendiendo que una cosa eran las relaciones laborales y otras las personales, y que había que saber separar eso, estableciendo una analogía con el deporte (rigurosamente falsa como demuestran tantas selecciones nacionales y equipos destacados caídos en desgracia). Pronto conocí la dimensión falaz de Iñigo (3).
En esta situación pasé unos meses relativamente tranquilos en los que Iñigo tan sólo me abroncaba, para mi desconcierto, con el desorden que había en mi mesa y en mis cajones (que revisaba), además de reventarme la salida del trabajo con conversaciones forzosas sobre cuestiones de escasa relevancia en las que era incapaz de apreciar mis ganas de salir de allí.
Quizás algunos lectores ya hayan reconocido tres síntomas en los dos últimos párrafos (4).
Y es que las jornadas laborales pronto pasaron de las ocho a las doce, trece e incluso catorce horas y a mí empezaban a fallarme las fuerzas.
(Continúa en “Iñigo y sus múltiples polos (II)”)
(1) Biodescodificación: El código secreto del síntoma. Diccionario-guía Biológico (Ed Indigo, Corberá y Marañón). Conflictos asociados a la dentadura (p.127-128) y a la psoriasis (p.221-222)
(2) Tratado de Biodescodificación (Ed Indigo, Corberá y Marañón)
(3) Una completa introducción al concepto y los tipo de falacia
(4) Una introducción al Síndrome de Asperger / Federación Asperger de España