Alejandro Floría Cortés. Superado un remordimiento que quizás nunca tuvo, o cuando encontró que ya no era preciso mantener las formas, empezó a revolucionarse, poco a poco:
– “A ti, ¿que te han enseñado en la Universidad?”, me preguntaba con sorna.
– “A buscarme la vida, a resolver problemas, a aprender todos los días, a no rendirme”, le contestaba humildemente.
Le obsesionaba el rigor alemán en los proyectos y en las implantaciones industriales:
– “Estáis a años luz de los alemanes, ellos sí tienen claros estos conceptos; lo que hacéis aquí, allí es sencillamente impensable y ridículo”, insistía, tratando de herir.
– “Es probable. Tanto el sistema educativo como el sistema empresarial alemán poco tiene que ver con los sistemas españoles, y aún menos con sus educandos y sus trabajadores, que sufren sus consecuencias de algo que no deciden. Las grandezas y las miserias de un país no se obtienen por encargo sobre catálogo; son consecuencia de una historia, de una acervo cultural de siglos y de la voluntad actual de un pueblo y de un gobierno”, respondía yo, sin pestañear, que aún no era consciente de la que iba a liar la Merkel.
Para Iñigo me estaba convirtiendo en un juguete por dos cuestiones muy concretas: por una parte le divertía el modo en el que me saturaba de información y me bloqueaba; por otra, esperaba que cometiera algún error por confiar en las personas. “Eres buena persona”, me decía, “yo soy pesimista, yo desconfío en la gente”. “Yo no podría vivir así, y no lo haré” le respondía.
Iñigo tenía ya pocas opciones para imponer sobre mí su absurda necesidad de tener razón en lo humano y en lo divino y acudió al disparate de argumentar que estaba en una actitud contra él y contra los intereses del departamento, aun cuando, en ese momento, todos los proyectos en curso estaban dentro de los parámetros económicos y temporales previstos. Aquello me preocupó y me inquietó.
Afortunadamente, sus vacaciones programadas me dieron una fructífera tregua que me sirvió para encontrar un nuevo trabajo. Como estaba fuera, le envié un correo y un mensaje comunicando mi baja y solicitando su llamada cuando estuviera en disposición de hablar. No contestó.
Salí de la empresa tres días después, pero volví un año y medio más tarde.
En ese período de tiempo, Iñigo, a través de la dirección de recursos humanos, había tratado de repescarme en tres ocasiones y se había encontrado con tres amables negativas. Yo me sentía razonablemente a gusto en mi trabajo, a veces me resultaba un poco repetitivo, pero lo hacía bien, y mis compañeros eran un lujo, el ambiente era cordial y amable. Sin embargo, en un momento dado, la situación, tan cambiante y volátil desde el ‘crack’ me hizo aceptar una entrevista a la cuarta tentativa de Iñigo.
Volví para sustituir a Cristóbal, que había terminado quemado y desquiciado, gracias a la intensiva labor de un Iñigo disparatado; volví a ocupar el puesto que no había conseguido dos años atrás, el de mayor rotación en la empresa, en el departamento con peor ambiente que se pudiera imaginar, con una Moira que trataba de dejar los ansiolíticos y un nuevo equipo que me recibió con un cierto recelo, gracias de nuevo a los oficios de Iñigo.
No tengo precisamente alma de tahúr pero me gustan los retos y asumir ciertos riesgos. Se trataba ahora de aprender un nuevo trabajo que me beneficiaría curricularmente y de testar mi capacidad para gestionar mi relación con Iñigo.
El primer reto fue un éxito; el segundo supuso mi particular descenso a los infiernos. En esta segunda etapa, la gran obsesión de Iñigo fue el sistema de gestión que había diseñado a su imagen y semejanza: obsesionado con el control, repetitivo, exhaustivo hasta el absurdo. La gente normal tiene familia, quizás mascotas, y amigos. Iñigo tenía su sistema.
Me llevé un gran batacazo, mi salud se resintió considerablemente y experimenté un miedo atroz a perder el trabajo. Iñigo consiguió hacerme sentirme culpable por nada. La ansiedad se empezó a apoderar de mí. Sufría un hostigamiento sistemático, como había ocurrido con mis antecesores, hasta el punto que contrasté que casi la mitad de mi horario laboral lo pasaba escuchando las falacias y los desvaríos de Iñigo.
Empecé a frecuentar Urgencias, al tiempo que me vaciaba por dentro de emociones, de voluntad y de intención. Y me vacié tanto que perdí el miedo.
Me resultó fácil identificar determinados patrones en Iñigo que apuntaban a un trastorno mental, pero me centré en aquellos que derivaban en un maltrato laboral, como la desvalorización, la hostilidad, la intimidación, las amenazas (1) y especialmente la terrible toxicidad de la generación de culpabilidad (2). Los expuse abiertamente a la dirección de recursos humanos.
Pero como saben a Iñigo no le paró los pies la dirección de la empresa, que adolecía de los problemas típicos de una estructura muy concreta (3), sino un becario valiente que estaba en el lugar adecuado el día que Moira ya no quiso ser directora.
Y durante su baja volví a encontrar trabajo, un gran trabajo, y me despedí, agradeciendo, de corazón y emocionado, todo el apoyo que recibí de mis compañeros, que fue muchísimo, pero también dejando bien claro a recursos humanos que no se les ocurriera volver a llamarme, salvo para felicitarme el Año Nuevo.
Esta vez tampoco me despedí personalmente de Iñigo. Le envié un mensaje: “Suerte en la vida”.