Nicolás Abancens. Seguí leyéndole con fruición y a otros que, como él, utilizaban la observación y el razonamiento. De ahí surgió, para nunca abandonarme, el convencimiento de la superioridad del método científico, cuando se trata de explicar lo que nos rodea.
Sin embargo tuvieron que pasar más años para comprender que junto al método, pero diferente a él, se encuentra el ‘pensamiento’ científico, y que no siempre van unidos. Tendemos a creer que con dedicarse profesionalmente a la Ciencia se es científico, pero creo que la cosa no es tan sencilla. Voy a tratar de explicarme.
Ya sabemos en qué consiste el método científico: observación, experimentación, formulación inductiva o deductiva de hipótesis, análisis critico de las mismas y formulación de tesis… Pero a qué llamo pensamiento o mentalidad científica, pues a la actitud vital que hace enfrentarse a la realidad desde el deseo de conocerla críticamente, no dando por cierto nada que previamente no haya sido demostrado y comprendiendo que toda teoría sólo es una aproximación a la Verdad, la mejor que disponemos en ese momento, pero aproximación al fin y al cabo, que en algún momento será superada por otra. Ser científico supone ser: escéptico, meticuloso, paciente, humilde, honrado y en ocasiones valiente. Sólo cuando se aúnan método y actitud surgen personajes de la talla de Charles Darwin.
Darwin nace en Inglaterra a comienzos del siglo XIX, en el seno de una familia acomodada y de profundas raíces religiosas, de hecho sus padres enfocaron su educación para que se convirtiera en clérigo. Sin embargo el gusto por el estudio de la Naturaleza, quizá heredado de su abuelo Erasmus, le condujo a embarcarse en el H.M.S. Beagle en un viaje que el mimo calificó como el acontecimiento más importante de su vida y el que determinó toda su carrera.
No voy a detenerme en resaltar las aportaciones que hizo en campos como la Geología, la Botánica o la Biología, aunque alguna, como la relativa a la evolución y selección natural, haya supuesto uno de los grandes descubrimientos de la Historia. La intención de este artículo no es otra, que resaltar la congruencia de su actitud. Durante los casi cinco años que duró el viaje (diciembre de 1831 hasta octubre de 1836) recopiló una enorme cantidad de datos que tardó más de veinte en estudiar y sistematizar, hasta dar forma a la que sería la gran obra de su vida, la teoría sobre el origen de las especies, que le supuso no sólo enfrentarse con las creencias imperantes en el momento, sino con las suyas propias.
Es cierto que ya desde finales del XVIII, algunos naturalistas señalaron aspectos que no podían explicarse, sin entrar en conflicto con las creencias religiosas de la época, pero ninguno llegó a formular una teoría que los explicase convincentemente, hasta que lo hizo nuestro personaje. Pero con ser esto importante, lo que deseo destacar es su honradez intelectual, que le hizo renunciar a sus creencias más profundas, a la vista de las evidencias que encontraba, lo que le convierte, para mí, en un referente ético. Estar dispuesto a cambiar aquello en lo que crees, si los argumentos que se te presentan son más sólidos que los tuyos, es condición necesaria para un científico y debería serlo para todo humano, pero con frecuencia no lo es.
También la humildad fue una constante en su vida, como queda patente leyendo su Autobiografía, que publicó uno de sus hijos a partir de sus muchos escritos y cartas. En una de ellas puede leerse: “mirando hacia el pasado, me doy cuenta que fue el amor por la ciencia el que se fue anteponiendo a todos los demás gustos … Descubrí de un modo inconsciente e insensible que el placer de razonar y observar era superior al que me reportaba el arte o el deporte”. Al final, ya ven, todo lo hizo para disfrutar del mayor de los placeres, el uso de la Razón.