Nicolás Abancens. / Esa imagen estática, definitiva y fatalista que transmite la frase con la que he comenzado el artículo, es sólo una verdad a medias, que con frecuencia esconde otros matices: resignación, complacencia, desconocimiento,… Es cierto que una parte importante de nuestra forma de presentarnos a los demás es de imposible o muy difícil cambio, pero hay otra sobre la que sí podemos actuar. Nuestra actitud es el producto de numerosos procesos cerebrales, unos conscientes y otros no tanto.
El segundo órgano favorito de Woody Allen, el cerebro humano, producto de la evolución de nuestra especie a lo largo de millones de años, ha ido acumulando y complementando diferentes niveles de desarrollo. Algunos autores, como McLean, señalan que se pueden reconocer en él tres niveles: cerebro reptiliano, Sistema Límbico y Neocortex.
El cerebro reptiliano, la parte más antigua que compartimos con la mayoría de las especies de vertebrados, constituida por el tallo cerebral y partes adyacentes, sería el responsable de las conductas atávicas, no basadas en la experiencia sino impresas en nuestros genes (actitudes de desafío, cortejo, sumisión, etc).
El Sistema Límbico, más moderno que el anterior pero todavía un cerebro primitivo, nos proporciona las sensaciones de lo real y se cree responsable de las emociones y actitudes dirigidas a la supervivencia (alimentación, lucha, huída, sexualidad,…) En éste, ya encontramos mezclados determinismo genético e interacción con el medio, empezamos a ver que todo no está previsto de antemano. Por último, el no va más de la modernidad cerebral, el Neocortex, que tienen, en mayor o menor grado de desarrollo, todos los animales superiores, es el responsable de la inventiva y del pensamiento abstracto y su desarrollo depende en gran medida de la experiencia.
En consecuencia, la conducta humana no puede ser otra cosa que el reflejo de esta realidad física. Por ello los psicólogos también dividen a la conducta en partes, según sea su origen heredado o adquirido. La mayoría llaman temperamento a la parte genética de nuestro comportamiento, sobre la que no tenemos ninguna capacidad de actuación, nos pongamos como nos pongamos, morimos con el mismo temperamento con el que nacemos.
Pero existe una parte importante de nuestra conducta que es fruto de la relación con lo que nos rodea, de la experiencia, es decir que vamos modelando hasta la muerte. Algunos autores la subdividen, a su vez, en dos. La que se origina en los primeros cuatro o cinco años, que denominaremos carácter, y otra que llamaremos personalidad, que se va labrando a lo largo de la existencia. Todos coinciden en que la mayor parte de los rasgos que definen nuestro carácter son difíciles de modificar, aunque no suponga una tarea imposible. También están de acuerdo en que, por el contrario, podemos cambiar nuestra personalidad con mucha más facilidad. Ya ven, somos lo suficientemente flexibles para ir adaptándonos a las circunstancias que la vida nos impone.
Al aforismo griego ‘conócete a ti mismo’ yo añadiría, perdónenme la inmodestia, ‘y si algo no te gusta, intenta cambiarlo’. Ya, ¿pero cómo lo hago? dirá usted. Pues aunque suene a perogrullo, haciéndolo. No olvide que somos lo que hacemos. Si cambiamos nuestra forma de actuar estamos cambiando nuestra forma de ser y al final, como sucede con la gimnasia, lo haremos sin esfuerzo, como si siempre hubiéramos sido así.
Para terminar tengo otra buena noticia que darles, esta capacidad para el cambio, es aplicable también al conjunto de los individuos, es decir a la sociedad. Si podemos cambiarnos y podemos cambiarla, ¿qué esperamos? ¡Al tajo!