Se ha llegado más lejos, afirmando que es normal que estas cosas pasen, porque «no se pude provocar, no se puede insultar la fe de los demás. No se le puede tomar el pelo a la fe”. Aunque sabemos que las religiones se basan en la sumisión y no en la crítica, sorprende que quien lo ha dicho sea el Papa Francisco, máximo responsable de una religión que dice tener por señas de identidad el perdón y el amor. A parte del olvido inexplicable de aquello de poner la otra mejilla y reconociendo como natural la tendencia a sentirnos molestos con las críticas que nos atañen, resulta significativo que una persona de su elevada formación intelectual incurra en un error tan evidente, como el de confundir qué es lo que merece respeto.
Nuestra civilización, que se ha fraguado a través de los siglos, es heredera de los principios que emanaron de la Ilustración, ese magnífico episodio de la Historia que por primera vez colocó al individuo por encima de cualquier otra instancia, reconociendo la dignidad de la persona al considerarla depositaria de derechos inalienables. El tiempo transcurrido desde entonces, debería haber sido suficiente para que todos supiésemos que lo que debe respetarse es precisamente eso, la dignidad de la persona, es decir, sus derechos. Pero por lo visto algunos no se han enterado todavía.
Los demás tienen que respetar mi derecho a creer en lo que estime más oportuno, pero no están obligados a respetar mis creencias. Es más, tienen derecho a criticarlas, atacarlas, satirizarlas o hacerlas puré, que lo hagan de una forma elegante o zafia, llena de razones o carente de ellas es secundario, porque lo verdaderamente importante es que todos tenemos derecho a expresarnos libremente, si luego lo expresado sobrepasa los límites de lo legal, nos vemos en los tribunales, para eso estamos en un Estado de Derecho.
Que fanáticos supersticiosos que no han alcanzado todavía su ‘Siglo de las Luces’, sigan pensando que por encima de las personas hay otras instancias religiosas, étnicas, culturales, etc., no debe conducirnos a abandonar la senda de la defensa de la dignidad humana, que con tanto sufrimiento hemos conseguido implantar, al menos parcialmente, en esta parte del mundo, ni servir de excusa a los gobiernos para, con el pretexto de garantizar la seguridad, restringir otros derechos o poner límites a la libertad de expresión, derecho irrenunciable de toda sociedad democrática.
Je suis Charlie.