Rafael Castillejo. / Quienes vivieran su infancia en aquellos fríos inviernos de finales de los cincuenta, principio de los sesenta, recordarán sus convalecientes días de estar en cama con anginas y con el único entretenimiento de viejos tebeos que releer una y otra vez con el sonido de la vieja radio y sus populares programas de cuentos y canciones dedicadas.
Además, estaba el cariño de nuestra madre que nosotros sabíamos explotar al máximo poniendo cara de enfermo incurable que, para poder tragar sin dolor, precisaba de un apetitoso y tierno flan o unas jugosas y deliciosas natillas. Sin embargo, algo alteraba aquellas cortas vacaciones que nos hacía estar todo el día pendientes del reloj y del sonido del picaporte.
Si el dolor de garganta iba acompañado de fiebre, nuestro médico de cabecera podía habernos recetado las temidas inyecciones y, eso, acompañado del escalofriante ritual que suponía la esterilización del material (jeringas de cristal y agujas), nos producía un canguelo difícil de superar. Aquel ruido de frío metal y alcohol que, de repente, pasaba a hervir por el calor de las llamas, ocasionaba que en más de una ocasión, el enfermo saliera corriendo.
Ya podía tener el practicante -entonces se les llamaba así- el aspecto de un hombre bonachón que, en aquel momento, nos parecía al Boris Karloff de la fotografía. Después, una vez el antibiótico había penetrado en el músculo, nos quedaba un dolor que nos parecía superior al de la garganta pero, en ese mismo momento, de la cocina salía un apetitoso olor que nos hacía olvidar cualquier tipo de mal. Era el flan que nuestra madre o abuela nos estaban preparando. En aquel tiempo, un flan era un flan. Algo especial y exquisito que no se comía cualquier día en la casa de un niño de familia humilde como la mía y, como la de tantos.
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