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Adiós a la resignación

Nicolás Abancens. / No es bueno dejarse arrastrar por las primeras impresiones, aunque a simple vista parezcan reunir todas las características de autenticidad. Es preferible contar hasta diez, como los americanos de las películas, tomarse su tiempo y buscarle al asunto esas otras caras que, sin duda, toda realidad oculta. Ahora bien, eso no quiere decir que siempre que reflexionemos vayamos a tomar una decisión ‘moderada o equidistante’, en ocasiones la radicalidad puede ser lo más sensato.

Desde mi punto de vista, no es razonable creer que frente a la situación actual, marcada por el empobrecimiento, la pérdida continua e inaceptable de derechos, el descrédito de la clase política y del sistema democrático, ocasionados por la globalización de una economía neoliberal, podamos pasar en poco tiempo, sin esfuerzo ni sacrificios, a una sociedad solidaria y justa. Claro que no caer en la ingenuidad no supone abandonarse a la resignación. También muchas palabras son grises y a lunares, y ésta es una de ellas. La cara positiva de la resignación es la que facilita enfrentarse con paciencia a las adversidades, la negativa, la recoge la RAE como primera acepción: “Entrega voluntaria que alguien hace de sí poniéndose en las manos y voluntad de otra persona”

Divido el mundo tras la II Guerra Mundial en dos grandes bloques, Europa Occidental, que tenía que servir de barrera al avance de las ideas comunistas, se convirtió en la cara amable del capitalismo. En unas pocas décadas el desarrollo económico se acompañó de importantes avances sociales, que hicieron posible crear lo que se ha dado en llamar la Europa Social. Frente a la idea marxista de lucha de clases, el capitalismo europeo se mostró dispuesto a ceder parte de sus privilegios y, mediante la negociación, se consiguió avanzar hacia un mejor reparto de la riqueza, lo que inmediatamente se tradujo en paz social. Nos creímos parte del Sistema, un barco en el que todos remábamos en la misma dirección y que, garantizada una relativa igualdad de oportunidades, en función de los méritos individuales, cada cual podía asegurarse una existencia cómoda y sin sobresaltos. Empezamos a creer que el progreso era imparable, que no requería de nuestra colaboración, que era producto del desarrollo de la Humanidad. El conformismo, la entrega (resignación) estaban servidos.

Pero cayó el Muro de Berlín, lo que algunos llamaron el ‘Fin de la Historia’. La Unión Soviética desapareció y, con ella, el enemigo a combatir, ya no había necesidad de mantener esa política de negociación y pactos, máxime si no existía una conciencia de clase entre los más débiles, atrapados además en el consumo. Comienza su expansión y dominio la política mal llamada neoliberal. El resto del cuento y sus efectos, los conocen.

Como no hay mal que por bien no venga, esta dramática situación que están viviendo millones de personas, que se consideraban parte del Primer Mundo, ha conseguido despertar las conciencias dormidas durante tanto tiempo, ha conducido a la aparición de numerosos movimientos sociales, que recogiendo la indignación ciudadana, están dejando sin disfraz a un sistema inhumano, en el que sólo cuenta el beneficio de unos pocos, aunque para conseguirlo sea necesario el sufrimiento de los demás.

Son muchos los interrogantes que se abren acerca de estos movimientos, pero no me cabe ninguna duda que están devolviendo la dignidad y la ilusión a muchas personas. Yo fui uno de los ciudadanos, que el pasado sábado 31 de enero se manifestó por las calles de Madrid y lo hice con mis hijos, ya adultos, y rodeado de gente de todas las edades que, con una sonrisa dibujada en la cara, repetían una y otra vez, que otra sociedad más justa y democrática es posible. Miles y miles de personas que, sintiéndose de nuevo dueñas de su futuro, le dijeron adiós a la resignación.

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