Miriam Fernández y Fernán Archilla. /
Posiblemente, al hablar de un lugar romántico, a todos nos viene a nuestra mente la imagen de la torre Eiffel en París, la fontana de Trevi en Roma o el puente Vecchio en Florencia. Quizás nos imaginemos en una playa paradisíaca, disfrutando de una suculenta cena a la luz de las velas o contemplando una idílica puesta de sol.
Sin embargo, para nosotros, nuestro destino más especial, uno de los que mejores recuerdos nos trae y donde vivimos uno de los días más felices de nuestra aventura por el mundo, se halla en una cabaña en Tad Lo, una pequeña población en Laos.
Llegamos allí por casualidad. Partimos desde Pakse, donde alquilamos una moto para recorrer la meseta del Bolaven Plateau, un emocionante recorrido que nos permitió descubrir la vida cotidiana de los laosianos. Esta zona es famosa por sus plantaciones de café y sus aldeas, aunque su gran atractivo son sus cataratas. Sin embargo, los protagonistas de nuestra ruta son los niños, siempre dispuestos a regalarnos una sonrisa y un ‘sabaidee’.
Llegamos a la catarata de TadHang y un grupo de amigos, bien equipados con un montón de botellas y un buen almuerzo, nos animan a unirnos a ellos. Nos explican que son profesores y que este es su día libre, así que están en plena celebración.
A poca distancia se hallan las cataratas de Tad Lo, donde nos distraemos viendo como los niños se divierten y saltan sin temor desde lo alto.
Decidimos hacer noche en Tad Lo. Esta pequeña aldea se encuentra a orillas de un río, y lo más pintoresco son sus casas de bambú. El pueblo en sí no tiene mucho más, pero la calidez y amabilidad de sus gentes son más que suficientes para hacernos sentir como en casa.
Los niños juegan en las calles lanzándose un saco arena y los animales campan a sus anchas por el camino. ¿Qué puede haber más romántico que un paseo entre vacas, cerdos y gallinas?
Llega la hora de buscar alojamiento. No hay muchas opciones, y nos ofrecen una curiosa habitación. Se trata de una pequeña cabaña de madera, con un porche con una hamaca y vistas al campo. Lo más divertido es que en su interior podemos encontrar toda clase de objetos extraños que otros viajeros han ido dejando; desde una guitarra a unas gafas de bucear, pasando por peluches, libros, postales, fotografías… Algunos han dejado notas narrando sus experiencias. Es uno de esos lugares que te transmite una energía y un buen rollo increíbles. ¿El precio? ¡Tres euros!
Por supuesto, nosotros también dejamos nuestra huella. ¡Rocafú se lo pasó en grande!
No hay wifi, no hay televisión. No hubo champagne, pétalos de rosa ni cena a la luz de las velas. Nos tenemos el uno al otro, y la perspectiva de un montón de meses por delante para seguir disfrutando de nuestro viaje y emplear nuestro tiempo en lo que nosotros queramos. ¿Qué más se puede pedir?