Mariano Navascués. / Una de las partes más divertidas y extravagantes del vino, curiosamente la que primero salta a la vista, es la marca, el santo y seña visual (y sonoro) que precede, en el mejor de los casos, a un descorche. Hay de todo tipo y el ‘vale todo’ está a la orden del día.
A la hora de bautizar un producto (alimento, mejor dicho) hay mentes pensantes que, o bien mantienen largos devaneos con la almohada y se dan cabezazos contra ella, o bien buscan a la musa de las ideas tras haberle cogido gustillo al sacacorchos.
Está claro que dar en el clavo con un nombre comercial que atraiga no es tarea sencilla. Que se lo pregunten a los marketinianos que están dale que te pego, nombre arriba, nombre abajo hasta que, por fin, se ilumina la bombilla. Todo son posibilidades hasta que los borradores dejan paso solamente a las ideas más factibles. Luego hay que hacer una nueva criba y ver la viabilidad que puede tener en el mercado, desde el propio registro, hasta la fonética en los países donde se comercialice, por citar solo algunos pasos previos.
Cuando la marca está elegida e impresa en cada botella que sale de la bodega ya es algo público, algo que queda al alcance de cualquiera que la vea en un céntrico escaparate, en un frío lineal de gran superficie o en la estantería de la tienda más chic del planeta. Ya está en la calle y, por lo tanto, es irremediable dar marcha atrás. Y ojo, cada cual bautiza con el patronímico que le da la real gana. Todo es respetable aunque, irremediablemente, hay marcas que de buenas a primeras no pasan desapercibidas.
Me explico. Hay nombres para todos los gustos. Unos hacen mención a un pasado aristocrático (marqués de no se qué, duque de no se cuántos, condado de váyase usted a saber…); otros se inclinan por aquello que simplemente suena grandioso (castillos, palacios, monasterios, abadías, etcétera); hay marcas que recuerdan a imperios amasados y dominios de una misma estirpe (haciendas y heredades, sobre todo); otras referencias que tiran hacia lo poético y lo bucólico (que si el sueño de uno, que si el alma del otro); nombres propios (véase fulano de tal); nombres con reminiscencias latinas, es decir, latinajos, y cómo no, viñas de infinitas nomenclaturas. Como digo, de todo y para todos. Y eso que no están todos los que son.
Sin embargo, independientemente del sentido que tenga una marca, llaman poderosamente la atención las que podríamos amontonar en el grupo ‘nombres extravagantes’. Y me refiero única y exclusivamente a la marca, no al contenido de la botella. El listado es, por decirlo de alguna manera, insólito.
Tenemos muestras firmadas incluso en esta comunidad que, por aquello de la cotidianeidad, las pasaremos por alto. No obstante ahí están como ejemplo Cojón de Gato, Teta de Vaca o Jabalí. A priori son nombres que se alejan de una marca comercial al uso, ¿verdad?. Pues esperen a ver lo que se cuece en el resto del país. Aragón se queda corto.
Nuestros vecinos riojanos tienen marcas tan chocantes como ‘Qué bonito cacareaba’, elaborado en Bodegas Benjamín Romeo e ilustrado con un gallo en la etiqueta. Ahora bien, para reforzar la rareza, sonado es también el caso de ‘El Perro Verde’, procedente de la D.O. Rueda; o en esa misma zona el ‘Ababol’. Telita lo que cambiaría el significado de la palabra si se lo preguntasen a un vecino de mañolandia. En Aragón ababol es flor pero tiene una segunda acepción.
Hay marcas tan de aquí como ‘De Puta Madre’, un Vino de la Tierra Castilla y León elaborado en la Bodega Jacques& François Lurton. Y existen otras que van con mensaje incluido, como el riojano ‘Gran Cerdo’. Resulta que un bodeguero se acordó del director de una entidad financiera que le denegó un préstamo y voilà, regalito al canto que le envió.
Ahora bien, para regocijarse con marcas bizarras es necesario revisar el mapa mundial. Les aseguro que no hay zonas ni países que no tengan varias referencias desternillantes.
En la región del Véneto, existe un vino espumoso cuyo nombre es ‘Follador’. Seguro que en Italia tendrá otro significado pero aquí es bien distinto. El caso es que no es la única referencia subidita de tono porque en California, en el valle de Napa, encontramos ‘Cleavage Creek’ que, traducido al castellano, significa ‘escote profundo’. La etiqueta lo deja bien claro.
Uno de los vinos de mayor tirón en la afamada zona de Barosa, en Australia, es ‘Bitch’ (puta), en cuya contraetiqueta se repite el apelativo meretriciano hasta la saciedad. Por cierto, está elaborado con Garnacha.
La nómina de marcas cachondas es larguísima pero es de justicia mencionar, al menos, a las que, encima, tienen una sensacional acogida en el mercado y arrasan. Véanse los franceses ‘Elephant on a tightrope’ (elefante en la cuerda), ‘Vin de Merde’ (no hace falta traducir); el canadiense ‘Blasted Church’ (maldita iglesia) o el australiano ‘Yelow Tail’ (cola amarilla), entre otros.
El éxito apabullante de muchas de estas marcas da que pensar porque lo de bautizarlas con nombres tan estrafalarios tiene más de marketing e ingenio que de coña marinera. Lo mejor de todo este asunto es que todas tienen cabida. Otra cosa es que se recuerden por los siglos de los siglos. Como dijo la baronesa de Rotschild “crear una marca es fácil. Lo complicado son los 200 primeros años”.