Nicolás Abancens. / Es probable que desde un punto de vista práctico, resulte más favorable ser optimista, ya que predispone positivamente a la acción pero, mirándolo fríamente, tan inadecuado es ser ‘a priori’ una cosa como la otra.
Si no puedo evitar ser lo que soy, al menos puedo tratar de modular mis sentimientos, expresiones, reacciones, etc. Si no puedo elegir entre optimismo y pesimismo, que además probablemente son visiones distorsionadas, porqué no intentar ser realista, transformándonos en un espectador (¿protagonista?) que asista al teatro de la vida y que conociendo la fealdad pueda disfrutar de la belleza, que siendo consciente del dolor busque y disfrute del placer, que se avergüence y luche contra las injusticias y al mismo tiempo reconozca el altruismo y la bondad de algunas personas. Por resumir, les propongo convertirnos en optimistas trágicos o en pesimistas ilusionados, lo que más les guste.
Aunque la vida es tremendamente dura y la realidad se empeña machaconamente en darnos sobrados motivos para el desaliento, es también fascinante y encierra multitud de instantes y situaciones que merecen la pena ser vividas.
Recuerdo que siendo todavía un chaval, una tía mía me preguntó si era feliz y al contestarle que solo a veces, quedó perpleja, no entendía que un joven respondiera de aquella manera. A mí, sinceramente, me sorprendió que le sorprendiera. Nunca imaginé que se pudiera ser feliz a todas horas, igual que me resultaba imposible pensar en una infelicidad absoluta. Y que quieren que les diga, a mí me ha ido bien así. Hoy, con la edad que entonces tendría mi tía, no solo me reafirmo en lo dicho, sino que entiendo que la única forma de ser feliz es por parcelas y a ‘raticos’.
Para ser feliz hay que ser consciente de la infelicidad, pero no dejarse abatir por ella. Hay que ser capaz de encontrarle al día esos minutos de placer que suponen la conversación con un amigo, la observación de una araña tejiendo su tela o ese fugaz bienestar que sentimos en algunas ocasiones, no sabemos bien porqué, pero que nos reconcilia con el mundo y con nosotros mismos. Mi admirado José Antonio Marina lo define con una hermosa imagen: ver un jardín, en esa pequeña flor que crece en la grieta de una roca.