Yolanda Cambra. / El objetivo de todos y cada uno de nosotros, nuestro auténtico propósito cuando nos levantamos cada mañana, lo que da sentido a nuestra vida, es ser feliz.
La felicidad no deberíamos buscarla, lo que en realidad deberíamos hacer es no perderla. Porque nacemos siendo felices. No se me ocurre una imagen que transmita mayor sensación de felicidad que la de un niño jugando y riendo. De pequeños somos felicidad en estado puro. Entonces, ¿qué nos lleva a dejar de ser felices? Quizá, para responder a esta pregunta, debamos preguntarnos antes qué nos hacía felices siendo niños.
Todos hemos llevado de la mano a un niño que apenas camina y nos hemos tenido que detener durante veinte minutos ante el fascinante espectáculo de una minúscula flor asomando entre una grieta del asfalto, o por el resplandor del envoltorio metálico de un caramelo.
Yo recuerdo especialmente el olor de los libros y el material nuevo para la vuelta al cole, las tardes enteras subida al columpio del cobertizo en la casa del pueblo, jugar a hacernos cosquillitas en el brazo con mi primo Carlos, chapotear hasta arrugarme como una pasa en dos palmos de agua en una piscina hinchable al sol, las excursiones con el cole, la vuelta de mi padre de sus viajes de trabajo, cuando mi madre me dejaba usar la cámara de fotos o de vídeo, encerrar a mis hermanas en la galería de la cocina y no abrirles hasta que gritaban “Vilma, abre la puerta!”, hacer flanes de barro, sentada en el suelo, sin importarme que se manchasen las bragas que mi madre me blanqueaba como para pasar un exámen del CSI.
Todos y cada uno de esos momentos eran felicidad en estado puro. Ninguno costaba dinero, ni era difícil de conseguir. Simplemente, ser feliz era algo inherente a estar vivo, como respirar. De niño no te planteas si eres feliz, del mismo modo que no piensas en el proceso por el que el aire llega a tus pulmones. Entonces, ¿por qué dejamos perder algo tan valioso y tan ligado a la vida, para pasar luego el resto de nuestros días tratando de recuperarlo?
Pues porque nos han hecho creer que vivir es algo serio y aburrido, que, cuando crecemos, las cosas deben cambiar, que lo que hemos hecho hasta ahora y que nos hacía estallar en carcajadas, son bobadas de niños y “tú ahora ya eres grande y no puedes hacer esas tonterías”. Y, aunque no entendemos ni una sola palabra de lo que se nos dice, nos lo creemos, y nos convertimos en esos adultos grises y aburridos que todo el mundo espera que seamos. Perdemos la capacidad de sorprendernos y de divertirnos. Dejamos de ser felices para ser correctos y empezamos a buscar la felicidad en un lugar donde no está.
Quizá saltar en los charcos ya no sea la cosa del mundo que más feliz te hace (o sí), pero lo que es seguro es que te estás perdiendo un montón de momentos llenos de magia y de poquitos de felicidad. No esperes que la felicidad te llegue un día de repente, cuando tengas un buen trabajo y termines de pagar la hipoteca, en un enorme paquete que te deje un mensajero, a cambio de una firma chapucera en la pantalla de su pockette. La felicidad viene a pequeñas dosis, infinitesimales, diría yo. No hay que buscarla, no hay que esperarla, porque ya está aquí. Siempre estuvo a tu lado. Vives rodeado de momentos felices, sólo has perdido la capacidad para verlos.
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