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La vida dentro de una caja de zapatos

Fotografía obtenida por Gerardo Sancho (A.M.Z.) Imágenes de "El desván de Rafael Castillejo".
Fotografía obtenida por Gerardo Sancho (A.M.Z.) Imágenes de "El desván de Rafael Castillejo".
Fotografía obtenida por Gerardo Sancho (A.M.Z.) Izquierda: Imágenes de «El desván de Rafael Castillejo».

Rafael  Castillejo. /   Un día de la fría y extraña primavera de 2013 llegó Claudia -mi nieta- contando que en su colegio tenían unos nuevos y pequeños amigos que vivían dentro de una caja de cartón provista de unos diminutos agujeros en su tapa para que pudieran respirar. Según les había dicho su ‘profe’, eran gusanos de seda y, durante unas semanas, los verían comer muchas hojas de morera y crecer rápidamente hasta que decidieran despedirse creando un capullo de seda alrededor de sí mismos hasta desaparecer por completo.

Días después, se avistarían unos orificios por el que saldrían unas mariposas que, tras unirse con otras, pondrían cientos de diminutos huevos para acabar muriendo. Para quitarle dramatismo a la muerte de las mismas, también les había contado que, de aquellos huevos, nacerían cientos de gusanitos la primavera siguiente.

Como pueden ustedes suponer, todo aquello me recordó mi infancia a mediados de los cincuenta, cuando mi relación con los gusanos de seda comenzaba a finales del invierno con la reserva de la caja de zapatos o alpargatas más nueva que tuviera para, en la primavera, agenciarme 2 ó 3 parejas de gusanos y albergarlos en ella. Mi madre los compraba a un chico que solía ponerse en los antiguos porches que formaban la confluencia de las desaparecidas calles de Cerdán y Escuelas Pías, es decir, en la Plaza de Lanuza, a las puertas del Mercado Central de Zaragoza.

Tenía preferencia por aquellos blancos con rayas negras. El mayor inconveniente era alimentarlos, ya que comen exclusivamente esas hojas frescas de morera que comentaba al principio y había que cogerlas directamente de los árboles.  En mi barrio (Torrero), esta especie se encuentra plantada a ambos lados de la Avenida de América, pero nunca estuve dotado para trepar por ellos, así que siempre recurría a un chaval de mi barrio al que llamaban ‘El Mono’ y que, como pueden imaginar, se subía a un árbol con la misma facilidad que un chimpancé. Solía recompensarle con tebeos o cromos.  A pesar de su corta edad, ‘El Mono’ nunca hacía nada por amor al arte. Con el tiempo, es lógico que se convirtiera en un próspero comerciante.

Volviendo con mis pequeños amigos (los gusanos), es imposible saber la cantidad de horas que pasé cada año contemplando toda su evolución.  Se me hacía muy corta su vida hasta desaparecer ante mis ojos enrollados por su propio hilo de seda con el que fabricaban el capullo que habría de convertirse en su tumba. Una curiosa tumba de la que unos diez días después habría de salir la mariposa que se encargaría de perpetuar su especie a base de poner huevos a discreción hasta morir, lo mismo que antes había muerto el gusano. Vida y muerte, muerte y vida, todo ello explicado por los propios protagonistas de aquella historia con absoluta naturalidad y sin dramatismo alguno.Tras aquella experiencia, llegaba el verano con sus juegos en la calle y baños en aquellos ríos sin contaminar mientras la caja de cartón con cientos de huevos aguardaba en el trastero la llegada de la próxima primavera.

No sé si por culpa de la humedad o de la baja temperatura en la casa de mis abuelos donde viví los primeros años, nunca vi aparecer muestra de vida alguna dentro de aquel pequeño habitáculo que tanto trasiego había mostrado doce meses antes.  La solución era volverlo a intentar de nuevo adquiriendo otros gusanos en el mismo lugar de siempre.   Repetía las mismas sensaciones con mayor  entusiasmo si cabe hasta que de nuevo volvía a encontrarme una caja de zapatos llenas de diminutos huevos y la esperanza de tener más suerte la próxima vez.

 Un año, por fin, acerté a efectuar la comprobación justo cuando las diminutas larvas asomaban.  Recuerdo que cerré la tapa y salí a toda prisa en busca de «el mono».  El chaval se lo tomó con calma y me dijo que tenía hojas de morera en la nevera de su casa pero que ya no cobraba en tebeos ni cromos, sino en pesetas.  Incluso me dijo que, por ser antiguo cliente, me haría una especie de «abono por temporada» para que me saliese mejor de precio.  Acertó de pleno quien predijo las dotes comerciales del mozo.  Yo, le dije que sí a todo porque mis gusanos precisaban comer con toda urgencia, así que recogí las hojas que «el mono» me preparó envueltas en una hoja doble de periódico y salí presto a atender las vitales necesidades de mis gusanillos.  Al llegar a casa me encontré con que de los pequeños huevos seguían saliendo muchos más y, aquello, me causó cierto temor.  Me levanté muy pronto a la mañana siguiente para cambiar las hojas secas por otras frescas.  El trabajo no era fácil si uno quería que ningún pequeño ser se quedase perdido.  Ya no era relajante y divertido como cuando tan solo tenía media docena en una caja. Cientos de aquellos gusanos y, con aquel minúsculo tamaño, precisaban de mucho tiempo y paciencia. Todavía quedaban varias semanas para las vacaciones y estaban cerca los días de exámenes y concentración.   Algo tenía que hacer.

Le conté mi caso a «el mono» que me contestó con su frialdad característica.  De alguien con tan poca sensibilidad no podía esperar otra respuesta que la que me dio.  Me dijo que los tirase a la basura y se quedó tan ancho.  Ese día tuve mi última conversación con aquel tipo. Al día siguiente, encontré la solución.  Un chico de la escuela accedió encantado a quedárselos.  Le gustaban mucho los animales y siempre decía que, de mayor, quería ser veterinario.  Recuerdo que me puse tan contento que le regalé además varios tebeos.   Ese día, terminaron para mí las experiencias con gusanos de seda.  Me estaba haciendo mayor.

 Años más tarde, me dio por leer algunos de los relatos y leyendas que la milenaria historia de la seda ofrece.  Durante muchísimo tiempo, la fabricación del tejido fue un misterio. Incluso hoy, no se sabe con exactitud cuándo apareció por primera vez en China, ni se sabrá nunca.  En cuanto a la cría y cuidado de gusanos de seda por parte de los niños en estos tiempos actuales donde sobran artilugios tecnológicos me parece algo extraordinario, aunque a alguna de sus mamás les pueda provocar cierto asco.  No tienen peligro alguno y resultan ser una excelente lección de ciencias naturales.  Los problemas pueden surgir un año después… como me ocurrió a mí.  Ya saben.

 

Rafael Castillejo

www.rafaelcastillejo.com

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