Yolanda Cambra. / Cada vez que fracasaba uno de mis intentos de tener una vida sentimental satisfactoria, mis amigas me decían “Yolanda, hija, escribe un libro porque lo tuyo no es normal.” Y no les faltaba razón, porque normal, lo que se dice normal, no era. Yo me quejo de que los hombres se me caducan como los yogures y, cuando empiezo una nueva relación, los pongo en cuarentena porque sé que todos se desinflan en cuanto rozan los tres meses. Se me tacha a menudo de ser muy exigente y sí, lo soy, pero para quedarme con una relación mediocre no me hubiese divorciado. Tengo la suerte de haber aprendido a estar sola, voy a menudo sin compañía al cine, a pasear, a ver exposiciones, o hasta a pasar el día de San Jorge al Parque del Agua con mi menú de dieta metido en un tupper. Precisamente por eso, porque sé y puedo estar sola, porque no necesito a nadie que me haga compañía, lo que de verdad necesito es un hombre con personalidad y que me aporte, como yo espero aportarle a él. Cuando das mucho, esperas recibir en la misma medida. “Dar mucho, pedir poco” fue el eslogan que se puso de moda hace unos años para grabar en las medallas del día de la madre, pero no me parece una frase que pueda resumir el amor de pareja sano. Soy una persona, no una ONG, y tengo unas necesidades que, en parte pueden ser satisfechas por mí misma, y en parte sería ideal tener una pareja que las cubriese. Un hombre ha de ser la guinda de mi pastel, pero nunca el bizcocho.
Odiaba que me dijesen “Tienes que aprender a estar sola”, cuando casi todas las mujeres que me lo decían no se habían separado jamás de su esposo, del que se hicieron novios a los dieciséis años, o “Deja de buscar, cuando menos lo esperes, aparecerá” pero, vamos a ver, si quiero un vestido ¿también me vas a decir que no mire escaparates, ni entre a probarme ropa?
Yo he conocido dos perfiles de hombres muy diferenciados: Por un lado, los co-dependientes, que necesitan una madre en vez de una pareja, que no saben estar solos, que no sueltan una pareja hasta estar bien seguros de tener a la siguiente agarrada, como el mono pasa de una rama a otra. Les da igual la mujer que sea, el caso es tener compañía. Estos se delatan a la legua y huyo de ellos como de la peste, ¡que se compren un yorkshire!. De otro lado están los independientes, los enamorados de su vida de soltero y que rehuyen cualquier tipo de compromiso, los que ahora son etiquetados con el síndrome de Simón. A ver, si yo de verdad que los entiendo: salen de trabajar, una horita de gimnasio, cervezas con los amigos, si les da pereza cocinar pican algo en el bar y se vuelven a una casa que la señora de la limpieza se ha encargado de dejar impecable. Si tienen la suerte de conseguir un revolcón de vez en cuando, ¿para qué se van a complicar la vida? Pero como cantaban Los Toreros Muertos “Ay, Manolete, si no sabes torear ¿pa’ qué te metes?”
“Yo no quería pareja, estoy genial solo, pero te he conocido y me pareces una mujer especial y querría intentarlo” Así han empezado mis relaciones con los hombres de este último grupo. Pero al final, la cabra tira al monte, y ellos no están dispuestos a renunciar al caramelo de su vida de soltero feliz. Si acaso, soy yo la que me tengo que adaptar, como pieza de Tetris, a los huecos de su agenda. Y me encuentro con que, para los cuatro días que tengo al mes de absoluta libertad mientras mis hijos están con su padre, sigo estando sola, porque ellos siguen con su vida. Una vida en la que no cuento ni encajo, por más que me articule como pieza de videojuego.
Así que llego al convencimiento de que todo es culpa de una diferencia en el proyecto vital con los hombres que he conocido, segura de que si ambos partimos del deseo de una relación estable y de compartir muchas cosas juntos, todo va a ir sobre ruedas. Y me lío la manta a la cabeza y me registro en una web para encontrar pareja, de esas que parecen serias, y pago un abono de tres meses, no sin antes prometerme a mí misma que es el último cartucho que quemo, antes de solicitar ingreso como monja de clausura y dedicarme a hornear galletitas para sufragar los gastos del convento. Así que vuelco en el apartado ¿Qué busco? de mi perfil todo el dolor que dejaron relaciones anteriores, toda la desilusión, toda mi sensación de fracaso. “Busco esto, esto y esto. Y ni de lejos voy a tolerar esto, ni lo otro. Si no encajas en lo que lees, ni pierdas el tiempo, ni me lo hagas perder a mí”. Hubo hombres que contactaron conmigo sólo para decirme que era una borde y que así no iba a ligar nada, pero yo estaba segura de que ese filtro me ayudaría a no volver a emparejarme con el hombre equivocado. También llegaron mensajes de hombres de fuera de mi ciudad que se lamentaron de no vivir más cerca y poder conocer a una mujer con las ideas tan claras. Hubo otros que me escribieron sin leer siquiera el perfil que me llevó horas redactar. A esos les dediqué el mismo tiempo que ellos me habían dedicado a mí. Y sólo hubo un par, de entre las varias decenas que se decidieron a contactarme, con los que creí que merecía la pena intentarlo. Y digo creí porque, evidentemente, tampoco fue lo que esperaba, ya que resultó que algunos disfrutan más con el juego de la seducción y el flirteo que consolidando la relación que ya tienen.
Me hace gracia que me reprochen que siempre soy yo quien dejo a mis parejas. Yo opino que quien pronuncia las palabras no es, necesariamente, quien toma la decisión. Cuando tú pides lo que necesitas y te dicen que no te lo dan, aún a conciencia de que van a perderte, no eres tú quien los deja a ellos. N’est-ce pas, mon cheri?
Creo firmemente que todo pasa por una razón y que cuando una historia se repite en nuestra vida es porque hay una lección que todavía no hemos aprendido. Y yo, de todos estos intentos de rehacer mi vida amorosa, he sacado varias conclusiones.
La primera es que no todo el mundo ve la vida como yo la veo, ni todos hacen las cosas ni toman decisiones bajo el planteamiento que yo creo, por lo que no debo tomarme su postura como algo personal. Es decir, durante años me he sentido poco amada por estos hombres y eso me ha hecho sufrir mucho. A pesar de eso, no les guardo rencor y mantengo una magnífica relación de amistad con casi todos ellos. ¿La razón? La comprensión. Cada cual libra sus propias batallas, lleva cargada una mochila con sus vivencias y bajo su cama habitan tantos fantasmas o más que en la mía. Yo tengo una personalidad impulsiva, siempre arriesgo y salto sin red si atisbo una mínima posibilidad de éxito, pero hay gente que ha levantado un perímetro de seguridad alrededor suyo y le produce taquicardia el sólo hecho de pensar que pueda venirse abajo. Han sufrido, quizá incluso más que yo, y no vuelven a arriesgar. Quizá su capacidad de recuperación, su resiliencia, no es tan buena como la mía. Tal vez su miedo les paralice y prefieran quedarse eternamente en lo malo conocido. Seguramente, su autoestima sea tan débil que necesiten el refuerzo continuo de saberse deseado por muchas mujeres, en vez de sólo por la suya. Son así porque no se permiten ser de otro modo, porque no se atreven a sentir con todo el alma y a tender su corazón al sol, porque les asusta vivir de verdad. Cuando lo ves de este modo, y siendo magníficas personas como lo son todos ellos, no puedes sentir más que empatía y mantenerlos en tu vida con la certeza de que te aportarán más como amigos que como pareja. Mucha gente no entiende cómo puedo mantener amistad con mis ex parejas. Yo opino que si los sacase de mi vida, por el simple hecho de no compartir proyecto sentimental, significaría que habrían entrado en ella asumiendo únicamente el rol de churri y supondría despojarles de todo lo valioso que descubrí en ellos al conocerlos y que me hizo enamorarme.
El segundo aprendizaje es que este momento de mi vida es exclusivo para mí y requiere de una inversión de tiempo y de energía ingente. Me ha pasado la vida cuidando de otras personas y dedicándoles el tiempo, el amor y los cuidados que debería haber volcado en mí misma. Pero no me arrepiento de nada. Todo llega cuando debe llegar, ni antes ni después. Lo cierto es que me encuentro en un momento de transformación personal y profesional en el que no tiene cabida una pareja. Por primera vez me siento tan orgullosa de mi progreso que no necesito que nadie me lo reconozca, me siento tan fuerte que no necesito que nadie me sostenga, me siento tan entusiasmada con mi proyecto profesional que quiero dedicarle todo el tiempo posible, me miro al espejo y me gusta tanto lo que veo, aún con mis kilos de más, que no necesito que un hombre me diga lo guapa que estoy hoy. Por primera vez, me he convertido en el amor de mi vida y, a día de hoy, todo lo demás está de más.
Yolanda Cambra
yolandacambra.com