Mariano Navascués. / Hubo un tiempo en el que el vino de la casa cumplía una importante papeleta. Tenía su función. Qué tiempos aquellos, ¿verdad?, cuando el hostelero buscaba una referencia tan decente como rentable para darle buen servicio a su cliente y, por lo tanto, mejorar la imagen de su negocio. Investigaba hasta dar en el clavo con un “bueno, bonito y barato”. Era otra de las muchas preocupaciones que tenía para con su negocio.
El de la casa era una declaración de intenciones: pretendía ofrecer calidad a buen precio. No era tan importante la implicación con un producto de la zona, como tampoco importaba la rotación –aunque si la elección había sido la correcta estaba más que asegurada-. Sin embargo desde hace tiempo las cosas han cambiado y el vino que se oferta es el barato, el de mayor margen comercial, el que ofrece el distribuidor de turno o el que encuentras, por ejemplo sin prueba previa, en una superficie para mayoristas (ojito a la amplísima selección de “vinos para menú” que oferta Makro).
Está claro que en un menú de diario -pongamos que de los de a 12€- no puedes pretender un super vinazo pero si uno acorde a su segmento de precio. Hay bazofias por un par de eurillos pero otros que son más que dignos. Entonces ¿por qué se suele apostar por el regulero?. El vino de la casa sigue siendo un termómetro que dice mucho del establecimiento en el que se sirve. Y afecta al prestigio y a la imagen que, por el contrario, sí se intenta ganar en la cocina.
Hagan balance ustedes y piensen en ese tipo de vinos que, por ser como son, sólo se levantan con una gaseosa bien fría. Díganme donde están las honrosas excepciones que iré. Si el vino seleccionado cumple su cometido es muy probable que todo esté acorde.