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La hora de la merienda

Composición hecha con imágenes de la web de Rafael Castillejo
Composición hecha con imágenes de la web de Rafael Castillejo
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Rafael Castillejo. / El ‘problema tonto’ que en los tiempos actuales se le suele plantear a algún niño a la hora de la merienda es decidirse por aquello que más le apetece. Muchas veces, ante la enorme y variada oferta que les muestran sus progenitores, donde se juntan alimentos de primera calidad con porquerías bien presentadas a base de colorantes, la indecisión de los mozalbetes suele terminar con gritos y pérdida de nervios por parte de padres y abuelos. En nuestra infancia, todo se reducía a merendar lo que había y… se acabó. Así de simple.

Entre los embutidos, la mortadela, el salchichón y alguna especialidad de chorizo reinaban por encima del jamón que, por su precio, se consideraba «otra cosa». Esto, por lo que se refiere a la ciudad y sus barrios. En los pueblos, muchos chavales podían disfrutar más fácilmente de la carne magra que ofrecían aquellos perniles colgados del techo en recuerdo del cerdito que meses antes había ofrecido su vida para alimentar a los dueños que durante algunos meses lo habían alimentado «desinteresadamente».

Muy popular y socorrido era el pan con aceite y azúcar; algo que en nuestro tiempo está recomendado como uno de los alimentos más sanos, tanto para el desayuno como para la merienda pero que, en los años cincuenta, se asociaba exclusivamente al consumo diario de las familias más humildes. También era habitual el pan con vino. Después, estaba el bocadillo con algo dentro tan sencillo como un par de porciones de chocolate, un plátano, un quesito o sardinas en aceite. Recuerdo una temporada que a mi madre le dio por ponerme dentro del pan, rodajas de berenjena rebozadas en huevo. Me encantaba ese bocadillo. Lo mismo que el de tortilla a la francesa. El de tortilla de patata se reservaba para los días de excursión. En los sesenta, mantequillas y margarinas empezaron a desplegarse por los panes abiertos de par en par. Unas veces, ese untado era el único ingrediente. Otras, acompañaban a un segundo, como las citadas porciones de chocolate. La abuela de un vecino decía que, con eso, lo único que hacíamos era encarecer la merienda, pues con una «cosa» bastaba.

En verano y, sobre todo, antes de que la televisión llegara a un buen número de hogares españoles, era frecuente salir corriendo con el bocadillo a la calle, donde uno se juntaba con otros chavales que hacían lo propio, convirtiéndose por unos momentos aquello en una especie de exhibición o competición de trozos de pan presumiendo de lo que llevaban dentro. Yo, no lo hice nunca pero, había chavales que cambiaban sus meriendas. Más de una vez presencié algún chico de familia acomodada que, harto de jamón serrano, prefería probar el sencillo pan con aceite y azúcar o la más económica mortadela. Eran intercambios que dejaban a las dos partes satisfechas, salvo que se enterase la familia.

Debido a que a Zaragoza llegaron por aquellos años muchos trabajadores del sur de España, tal y como había hecho mi padre a finales de los cuarenta, se fue haciendo popular el gazpacho en las tardes o noches de verano. Esto no se sacaba a la calle pero era habitual escuchar a algún chaval decir que lo había tomado para merendar. En mi casa, se convirtió en un clásico las noches de verano. Me encantaba el que hacía mi padre con un almirez de madera, aceite, ajo, sal, vinagre, pan y agua fresca. Era de color blanco, pues en su pueblo cordobés debía prepararse así. Han pasado muchos años de aquello pero recuerdo su sabor como uno de los mejores que he conocido en mi vida. Eran otros tiempos y, el «problema» que, como decía al principio, tienen algunos chicos de ahora para decidirse, no existía. Teníamos más tiempo para todo, menos para tonterías.
Rafael Castillejo
www.rafaelcastillejo.com
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