Yolanda Cambra:/ Mi crisis de los cuarenta cursó con una gastroenteritis, un principio de neumonía, una gripe, mi ingreso en la universidad, un divorcio y una bajada de peso de 45 kilos. Y no necesariamente en ese orden.
Por estos días hace cinco años que salí del que había sido mi hogar, con mis hijos en una mano y nuestra maleta en la otra. Allí quedaron años de ilusiones, esfuerzos compartidos, lo que creí que era un proyecto común y el hombre al que prometí amar hasta la muerte ante un altar, doce años antes.
Jurar amor eterno, sin saber qué te deparará el futuro, es como firmar un contrato sin leer la letra pequeña. No sabes a lo que te arriesgas. Las personas cambian, la vida cambia y también las circunstancias. Y una mañana te despiertas con la sensación de estar viviendo la vida de otra persona, porque tu día a día ni se asemeja a lo que habías proyectado como tu futuro. Y en ese momento, cuando sientes que nada salió finalmente como soñaste, siempre te queda una última opción. La que, por muy mal que vayan las cosas, jamás perdemos: La posibilidad de elegir.
Yo elegí recuperar la pareja y, cuando ya no fue posible, opté por recuperarme como persona. Tuve que alejarme de aquel lugar, tomar perspectiva, para ver en qué parte del camino me perdí a mí misma. No se trata de buscar culpables, sino de decidir qué vas a hacer a partir de aquí con lo que tienes ahora. Mirar atrás no sirve de nada, más que para aprender de lo que hiciste mal y tratar de obtener un aprendizaje.
Es la desventaja de andar un camino al lado de alguien, que hay que aunar el paso. En una relación justa y equilibrada, ambos se adaptan. Cuando hay desigualdad, siempre es el de zancada larga quien ajusta su paso, sabedor de que el otro no puede ir más deprisa. La desventaja de este último modelo es que, cuando el que tira de la pareja vive un punto de inflexión y remonta su vida, el otro es incapaz de seguirlo. Y la pareja se rompe por el punto más débil.
Mi divorcio supuso mi primer acto de amor propio. Necesitaba transformarme o moriría en vida. Elegí crecer, superarme, volar. Pero no puedes mantenerte en vuelo si debes acompasar tu batir de alas para acompañar a alguien que prefiere caminar. A fin de cuentas, cada cual elige su camino. Y cuando alguien no hace nada, también está eligiendo.
Estaba sola, con dos niños de 6 y 7 años, y expectante ante la incertidumbre de qué me depararía el destino. Lejos de miedos, me invadía una sensación de liberación absoluta, la certeza de dirigir mi propia vida por primera vez en mucho tiempo.
Estos cinco años, han sido un proceso de crecimiento interior brutal, un viaje de autoconocimiento sin retorno. En especial los dos últimos, en los que detecté mi trastorno del comportamiento alimentario y he trabajado muy duro para superarlo, también mi formación como coach en este último año, que me ha dado las herramientas que me faltaban para gestionar mi vida, para construir y modelar mi futuro, para llegar donde jamás hubiese siquiera imaginado.
Todo este progreso, del que me siento tremendamente orgullosa, no hubiese sido posible en el marco de la relación de pareja en la que me encontraba. Es curioso como nuestra sociedad asocia un divorcio con el fracaso. Y sí, hay una parte de mi vida que no salió como esperaba, pero hay otra que ni en el mejor de mis sueños hubiese salido tan bien.
A veces, la vida reserva cosas maravillosas para quienes se arriesgan.
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