Rafael Castillejo:/ Fue en aquellas mañanas del verano de 1962 cuando Rosa Mary salía a jugar con una caja grande de cartón llena de recortables. Solía sentarse en una pequeña silla de anea a la puerta de su casa pudiendo pasar así varias horas hasta que el sol comenzaba a ser molesto. Siempre estaba sola y llevaba fama de huraña por no dejar que nadie le tocase aquellas «mariquitinas» como se suele llamar en algunos lugares a estos bonitos recortables de muñecas para niñas. Tenía mi misma edad. Ambos habíamos recibido la Primera Comunión un par de años antes y nos conocíamos solo de vista. Vivía un par de calles más abajo de mi casa e iba a un cercano colegio de monjas. Nuestras aficiones también eran parecidas. Ella, siempre con sus recortables. Yo, siempre con mis tebeos. También, como a mí, le gustaba mucho ir al cine.
Aquello que decían algunas chicas sobre su carácter serio y su extremada meticulosidad con aquellos «tesoros de papel» que con tanto mimo cuidaba, era algo que yo comprendía perfectamente por ser también desde niño muy ordenado con mis tebeos y cuentos y, por lo tanto, poco amigo de prestar nada por temor a que me lo deteriorasen o perdieran.
También había recortables para niños. Solían ser de casas, aviones, soldados, etc. pero, yo, prefería los tebeos. Un buen día, me atreví a hablar con Rosa Mary y le ofrecí enseñarle mi colección del «Pequeño Pantera Negra». Como le agradó la idea, me enseñó toda su colección de recortables. Desde ese día fuimos amigos y, por lo tanto, algunas chicas y chicos del barrio dijeron que éramos igual de «raros» por cuidar con tanto mimo aquellos simples entretenimientos de papel pero, para nosotros, eran nuestros tesoros más preciados y, por lo tanto, nos daba lo mismo lo que pudiesen opinar con tal de poderlos conservar siempre en buen estado.
Ese año, tanto el otoño como el invierno se presentaron con dureza y pocos niños se vieron jugar por la calle. Pasé meses sin saber nada de Rosa Mary hasta que, al llegar la primavera, en uno de esos días en que parece que el verano enviara un anticipo del calor que se avecina, supuse que saldría a su puerta a la hora de la merienda.
Haciéndome el despistado pasé una y otra vez por su calle, pero no la vi. Hice lo mismo durante todos y cada uno de los pocos días cálidos que precedieron la llegada del verano pero no encontré rastro alguno de Rosa Mary ni de nadie de su familia, por lo que decidí que tenía que preguntar a alguien, aunque eso era algo que mi timidez me limitaba considerablemente pero, de pronto, me di cuenta de que quien mejor podía informarme era Rosa, mi abuela. Al contrario que yo en aquel tiempo, era una mujer alegre y extrovertida que, como decía mi madre, hablaba hasta con las farolas. No me equivoqué porque, en menos de dos minutos, aclaró todas mis dudas, aunque ello supusiera para mí un golpe de esos que, a tan temprana edad, no se comprenden ni aceptan fácilmente. Mi abuela me contó que, poco antes de terminar el invierno, el padre de Rosa Mary había marchado a trabajar a Alemania llevando consigo a su familia. Mis ojos se empañaron y le pregunté si sabía que pudiesen volver para el verano, a lo que mi abuela respondió que no, pues la dueña de la casa donde la familia había vivido estaba a punto de alquilarla a unos señores mayores de Calatayud que se trasladaban a Zaragoza por tener a sus hijos trabajando aquí desde hacía mucho tiempo. Además, me dijo que el padre de Rosa Mary procedía de Almería y, al parecer, había comentado al marchar que su sueño era volver a su tierra el día en que, al fin, llegara a jubilarse.
Fueron demasiadas noticias negativas juntas para aquel crío que era yo. Sólo recuerdo que mi sensación inmediata fue de brutal desencanto. Ya no iba a compartir con nadie el título de niño raro al que no le gustaba prestar sus pequeños tesoros a nadie. Ese verano tuve que acostumbrarme a ver una señora mayor sentada en la puerta donde el año anterior lo había hecho aquella niña que me enseñaba sus recortables de muñecas y, por primera vez en mi corta vida, deseé que acabaran pronto las vacaciones y que el frío se encargase de impedir que alguien se sentara a la entrada de aquella casa. Al menos, no ver a nadie me hacía ilusionarme con que Rosa Mary había vuelto y que, en cualquier momento, podía volver a salir con su pequeña silla de anea y… sus preciados recortables.
Nunca se dio tal milagro ni supe nada ella, pero sería bonito que, gracias a que mis sueños vuelan por Internet, le llegase este relato y se pusiera en contacto conmigo para intercambiar imágenes de los recortables y tebeos de nuestros nietos. Ahora, el de los recortables sería yo, ya que tengo tres muñecas «digo» nietas.
A Rosa Mary, donde quiera que se encuentre.
Rafael Castillejo
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