Rafael Castillejo:/ Solía comenzar su trabajo muy temprano, antes de que el calor hiciera acto de presencia y se bebiese su mercancía por el camino. Aquellas neveras no servían para nada si no se les introducía un bloque de hielo cuyo tamaño podía variar según el precio que el usuario hubiera acordado con el distribuidor.
Tanto madrugaba el hombre que, para no despertar a los clientes, solía dejarles el hielo en la puerta sin llamar al picaporte. La mayoría, se preocupaba de estar atenta a su llegada para que no se derritiera ni una gota pero, algunas veces, el poco madrugador (o trasnochador) podía encontrarse con un charco de agua en lugar del citado bloque. No siempre la causa era la alta temperatura.
Algunos mozalbetes que «pasaban por allí» solían rebajarlo con una piedra para llevarse el hielo a la boca a forma de helado. Un helado de niños pobres. Un helado de agua y, por lo tanto, incoloro, inodoro e insípido. De ahí debe venir aquello de «algo es algo, y comía hielo».
En mi barrio, la mayoría de familias carecía de este tipo de neveras. Con aquel panorama, hablar de frigoríficos eléctricos capaces de convertir en la propia casa agua en hielo parecía algo milagroso o reservado para los altos mandos de la Base Americana. La fresquera, una especie de pequeño armario de madera con una puerta de tela metálica, era la solución para muchos a la hora de conservar algún tipo de alimentos y, sobre todo, protegerlos de la cantidad de moscas que, dadas las características de tantas viviendas todavía con corral, se convertían en verano en una auténtica plaga.
Instaladas en la parte norte de la casa, estas fresqueras hacían lo que podían. En aquellos años, era suficiente para las gentes acostumbradas a vivir sin las comodidades de hoy. Gentes que alcanzaban el máximo placer bebiendo por la mañana agua del botijo dejado a la fresca de la noche. Imaginen ustedes la clase de «fresca» que podía encontrarse en noches como las que hemos padecido esta primera quincena de julio. Y, eso, les puedo asegurar a los más jóvenes, que nunca faltó: CALOR.
Lo dice uno que prefiere mil veces el invierno al verano porque, aunque algunos aseguren que el número de días de calor extremo no pasa de diez en todo el año, yo contesto siempre que: diez días a cuarenta grados, son cuatrocientos grados. Sí, ya sé que soy algo exagerado pero, más exagerado me parece a mí este calor y, sobre todo, la insistencia de las cadenas de televisión advirtiendo que, en las horas centrales del día, debe evitarse la exposición al sol. Y yo sin enterarme.
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