Redacción./ En la madrugada del 3 de agosto de 1936 una de esas noches de luna llena que los aviadores aprovechaban para hacer alguna incursión sorpresa, un bombardero Fokker F-VII del ejército republicano español, pilotado por el alférez Manuel Gayoso había despegado de Barcelona.
Volando a baja altura, lanzó cuatro bombas sobre Zaragoza: una de ellas cayó en las calles de la ciudad, otra en la misma plaza del Pilar, frente a la calle Alfonso, marcando una cruz en el suelo y levantando cinco adoquines, otra atravesó el techo de la Basílica del Pilar, y la última cayó en el mismo marco dorado del mural de Goya en el Coreto.
Nunca se sabrá cuál era su verdadera misión. Algunas fuentes dicen que quizás trataba de destruir los puentes sobre el Ebro, entre ellos el Puente de Piedra, o los cuarteles situados al sur de la ciudad. El caso es que algunos testigos dijeron que el aparato dio unas pasadas “rozando las torres del Pilar” y se alejó hacia el N.E.
Ninguna de las bombas estalló, pero el fuerte impacto las destrozó, derramando el explosivo por el fondo de la bóveda. Hoy se exhiben y conservan dos de estos proyectiles en uno de los pilares cercanos a la Santa Capilla, la cubierta de la basílica conserva aún los boquetes que dejaron dos de las bombas (que no se han tapado ni siquiera en las sucesivas reformas) y una cruz de mármol señala el lugar exacto de la plaza en el que cayó el tercero de los proyectiles.
Que las bombas no explotaran se atribuyó, en el bando sublevado y entre la población zaragozana, a un milagro de la Virgen. Sin embargo, el suceso no se puede considerar como excepcional, debido a que los proyectiles usados, como gran parte del armamento de que disponían ambos bandos al inicio de la guerra, eran anticuados y estaban fuera de uso; por otro lado, menudeaban los actos de sabotaje entre los servidores de la Marina y la Aviación republicanas.
Las bombas, según un informe del Director del Parque de Artillería de Zaragoza, llevaban espoleta pero estaban mal montadas y, por si fuera poco, estaban diseñados para explotar sólo si se lanzaban por encima de los 500 m, y no desde 150 como lo hizo el inexperto (o quizás, según algunos, poco inclinado al bombardeo del templo) aviador.