Redacción./ El silleeeeero...este era el grito del pregonar de aquel hombre humilde que con muy poco utillaje paseaba por nuestras calles para ponerle el culo de asiento a las sillas viejas, o para arreglar y encolar los palillos que hacían de contrafuertes en la base de la misma.
Una amplia variedad de usos posibilitaba este oficio artesanal, las habían bajas, para que las costureras pudieran realizar sus labores sobre las rodillas, para sentarse al resguardo del brasero de picón o para compartir conversación con los vecinos en las noches de estío, otras cubrían el patio del cine de verano, e incluso eran heredadas de madres a hijas.
Como instrumentos, el serrucho de madera, cuya hoja se tensaba por medio de un palo que hacía que la cuerda se atirantase, su haz de aneas previamente humedecidas justamente para la labor y la cuña de madera para ajustar el material al gusto del artesano. En la acera más próxima, hiciese frío o calor, el sillero buscaba su hueco y allí depositaba sus pocas pertenencias.
Era El Sillero, un oficio de auténtico artista: habilidad suma y mucha paciencia. Aunque no es oficio totalmente desaparecido, porque aún quedan algunos de estos artesanos por varios rincones de España, sí es cierto que ya no se ven por las calles, cargando a lomos el pesado mazo del material y soltando una y otra vez el sencillo pregonar.
Con la época de los cambios de mobiliario, a finales de los sesenta, las sillas de aneas se tiraron o malvendieron para llenar las casas de tapizados en skay, y muebles de charol, desapareciendo también las hogareñas cómodas, plateros y chineros, que hoy -lo que son las cosas-, tienen un valor incalculable por sus diseños.