Rafael Castillejo.- Hasta aquella extraña mañana, nunca había tenido la menor duda. Además, el día que me hicieron la fotografía, tuve la suerte de que fuera con un Rey Mago caracterizado como Dios manda. Nada de uno de esos que parece que lo han vestido a propósito para desilusionar antes de tiempo.
La noche del 6 de enero, con los preparativos que la cosa conllevaba, era algo que incluir en el viejo baúl de los momentos más felices en la vida de un niño de aquella época y, en mi caso, se venía a sumar a mi cariño por los tebeos, los cromos y las películas en cine de sesión continua.Suponía también un refuerzo de sentimiento del espíritu navideño, algo que en aquellos años creí conocer tan de cerca. Aún no se había instalado en suelo español el personaje de Papa Noel y, por lo tanto, la llegada de los Reyes Magos significaba el único momento de recibir alguno de los regalos soñados, además de servir para poner el broche de oro a las vacaciones de Navidad.
El «inconveniente» de tener que volver a la escuela al día siguiente, sin tiempo para disfrutar de los juguetes, se paliaba en cierto modo con el estreno de un flamante plumier, una cartera de cuero o la imprescindible caja de pinturas (lápices de colores).
Por todo esto, como decía al principio, la mañana que el aguafiestas que el destino me tenía asignado me desveló -sin que yo se lo pidiera- el maravilloso misterio, temí que mi Navidad pudiera transformarse en algo mucho menos bonito y apasionante. Como fue por primavera, tuve tiempo suficiente de hacerme a la idea. Aunque siempre había sido prudente a la hora de escribir la carta a los Reyes, ahora debería serlo mucho más. Siempre fui consciente de que, lo único que abundaba en mi casa, era cariño.
Sin embargo, iba a ser precisamente ese año, al llegar diciembre, cuando me iba a dar cuenta de que el delator no estaba tan bien informado como creía. Claro que los Reyes Magos existían. Quizá sus nombres no fueran Melchor, Gaspar y Baltasar. Realmente se llamaban: Demófilo, Rafaela, Pascual y Rosa. No eran Reyes, pero sí Magos.
Eran mis padres y abuelos, que haciendo un tremendo esfuerzo en aquellas dolorosas cuestas de enero de la década de los cincuenta, se habían preocupado siempre de que mi carta fuese atendida aunque para ello tuvieran que realizar auténtica «magia» teniendo en cuenta sus bajos sueldos y que, justo aquellos años, fueron precisamente los que tuvieron que trabajar tanto y privarse de muchas cosas para poder ahorrar lo necesario y llegar a reunir un día el dinero que les permitiera pagar la entrada de un piso de protección oficial.
Años más tarde supe que el evangelista San Mateo habla de la llegada de tres magos (no reyes) siguiendo la estrella desde Oriente. Tampoco dice nada de nombres. Todo ello viene a reforzar mi particular modo de entender el día 6 de enero y desmentiré mientras viva a aquel pequeño sabelotodo que quiso aguarme la fiesta. Lo único que consiguió realmente es que pudiera conocer a los verdaderos Magos: Demófilo, Rafaela, Pascual y Rosa.
A mis padres y abuelos, donde quiera que estén.
Rafael Castillejo
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