Rafael Castillejo.- Para un niño de los años cincuenta como el que ahora escribe esta pequeña historia, echarle un poquillo de cuento y tratar de sacar partido a una dolencia tan común entonces como las típicas «anginas» era de lo más normal.
Tragar con dificultad y presentar un cuadro leve de fiebre, hacía que las madres ayudaran a mitigar el dolor haciéndole un flan o unas natillas al nene o la nena. Hay que recordar que eran tiempos en que estos postres había que hacerlos en casa. Era imposible creer que, un día, se podrían comprar hechos como entonces se compraba el pan, y tenerlos bien conservados dentro de un frigorífico. Esto último era casi ciencia ficción, cuando ni siquiera había una nevera en la mayoría de los hogares.
Todo comenzaba viendo salir a mi madre o mi abuela con dirección a la tienda de ultramarinos de la esquina donde adquiría un sobre de «flanín». A mí, el que más me gustaba era el de la marca «Potax». Recuerdo también los de «Toci», «El Niño» y, mas tarde, apareció el «Flan Chino El Mandarín» que era de una textura más fina, como queriendo parecerse al flan de huevo casero.
Ya que se elaboraban en días muy puntuales, se aprovechaba y se hacían de tamaño grande para poder cortar varias raciones y poderlos saborear todos los miembros de la casa (aunque no tuvieran anginas). Para su molde servía cualquier puchero o cacerola. Las flaneras llegaron un poco más tarde. Volviendo con el tamaño, vaya si importaba. Por grande que fuese, siempre parecía poco y sabía a menos.
Volviendo con las anginas y su «padecimiento», dependía del grado de infección. No era lo mismo que el médico te recetase supositorios que inyecciones. De esto último y el trauma que podía ocasionar al nene o la nena la llegada del practicante y el canguelo que producía el ritual de esterilización de jeringuilla y aguja, hablaremos otro día.
Rafael Castillejo