Fernando Gracia./ El estreno de una película de Almodóvar siempre es esperado con expectación. Son muchos años de carrera, unos cuantos éxitos internacionales, polémicas no siempre relacionadas con el cine, y por encima de todo la constatación de estar ante un realizador con universo propio, de estilo y discurso inconfundible, guste mucho, regular o apenas, que todo hay.
Tras algunos títulos cuando menos discutibles, nos presenta “Julieta”, título con el que ha rebautizado lo que en principio se iba a llamar “Silencio”, que no es sino uno de los relatos de Alice Munro en los que se ha basado para componer su guion.
Más explícito era el título primitivo, ya que sobre el callar ciertas cosas, así como de la culpa y la ausencia es de lo que viene a contar el manchego, siempre con el mundo de las mujeres en primer plano, tema recurrente en su filmografía, y en el que acostumbra a moverse con precisión.
La película comienza suavemente, tal parece que no se nos van a contar muchas cosas, pero poco a poco el hábil guión desarrollado en diversas épocas de la vida de una mujer nos va envolviendo con sutileza hasta atraparnos y dejarnos un buen postgusto, ya que como algunas de sus actrices han declarado es un filme que se saborea mejor tras su conclusión, cuando nos damos cuenta de la habilidad con la que Almodóvar nos ha vuelto a llevar a su terreno, siendo él mismo pero al mismo tiempo dando un pequeño pero importante paso hacia adelante.
Y ese paso adelante considero que estriba en la contención con la que nos narra la historia de esta mujer de unos cincuenta años que sufre por una ausencia y que durante años ha llevado a cuestas el estigma de la desaparición de las personas con las que se cruza. Una historia en la que no recurre a toques humorísticos ni a recursos melodramáticos y que acaba funcionando lo suficiente como para que quien suscribe le apruebe en esta ocasión.
Almodóvar, como le ocurre a Woody Allen, hace tiempo que es un género -o subgénero dirán algunos- en sí mismo. Su cine “tiene la obligación” de ser fiel a lo que se espera de él, lo que es bueno y lo contrario, ya que sus seguidores difícilmente le tolerarían que se saliera de ese sendero, mientras que sus detractores siempre ven más o menos lo mismo en su cine y éste, por las razones que sean –todas ellas respetables, no faltaría más- no les gusta.
Creo que en esta ocasión las opiniones serán mayoritariamente favorables, como ha sido en mi caso. Estuve atento al runrún de la sala, en la que, eso sí, la juventud brillaba por su ausencia, y así me lo pareció.
Como es habitual en sus películas, la puesta en escena es cuidada, el rojo predomina en las imágenes de interiores, la música de su amigo Alberto Iglesias la envuelve con precisión y los actores están muy ajustados.
Mención especial merece Emma Suárez, a quien seguramente le vendrá bien esa vuelta a la primera línea. Despacha una actuación medida, sin excesos, sutil e inteligente, sin desmerecer tampoco Adriana Ugarte, que encarna el mismo personaje cuando es más joven. A destacar el plano de transición entre ambas, que no ha faltado quien lo ha relacionado nada menos que con Bergman.
Película, pues, recomendable para aquellos que gustan del cine de nuestro flamante óscar y no sé si tanto para sus detractores. Me consta que hace años que resulta complicado juzgar desapasionadamente su cine, quizá por haber alcanzado un puesto en el Olimpo, cosa que tanto fastidia.
En mi opinión ha acertado en esta ocasión, y aunque haya habido películas que me han gustado más y la que ahora nos ocupa ni rompa moldes ni invente nada, pienso que merece la pena acercarse a las salas y luego comentarla y hablar solo de cine y no de lejanos países centroamericanos.
FERNANDO GRACIA