Rafael Castillejo./ Desde hace cientos de años, el hombre ha mascado distintas cosas, aunque la goma masticable con sabor dulce o mentolado conocida con el nombre de «chicle globo» haya que situarla en el año 1928 de la mano de Walter Diemer. Anteriormente, se habían patentado y comercializado otros productos parecidos pero de resultados mucho menos suaves y… mucho más pegajosos.
Al chicle se le han atribuido numerosos beneficios para la salud y también algunos perjuicios. A mí, me viene bien cuando viajo en avión para evitar que la presión me afecte demasiado a los oídos. Hay quien dice que puede ayudar a prevenir el mareo (aunque tan solo sea causa del efecto placebo). A otros, les puede ayudar a combatir situaciones de estrés.
Lo que nadie podía prever hace tiempo es el grave problema económico, estético e higiénico que iba a suponer para las ciudades de los países más desarrollados por culpa de muchos consumidores incívicos, sucios, maleducados o… como queramos llamarles, que lo arrojan al suelo sin pensar en lo que costará despegar la mancha negra en que se convierten.
Incapaces estos energúmenos de buscar una papelera o guardarlo en un papel, lo escupen allí donde les apetece sin ponerse a pensar en que con el dinero que los ayuntamientos tienen que gastar en su recogida y limpieza se podría atender a muchas personas que lo están pasando mal.
Dado el perfil medio de la gente que sigue mis cosas es difícil que lea esto algún «escupidor de chicle» pero, si lo hubiera, le invitaría a corregir su mal comportamiento o a darse de baja de mi grupo con la mayor brevedad posible.
Rafael Castillejo
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