El cartógrafo

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Un momento de la representación de 'El cartógrafo'.
Un momento de la representación de 'El cartógrafo'.
Un momento de la representación de ‘El cartógrafo’.

Francisco Javier Aguirre. La obra de Juan Mayorga, titulada ‘El cartógrafo’ y dirigida por él mismo, se presentó en el Teatro Principal el pasado fin de semana. Toda ella es un puro estremecimiento. Desde el inicio sabe el espectador que va a enfrentarse a una situación límite que la historia ha conceptualizado bastante bien, pero no de forma completa.

La tragedia de los judíos encerrados en el ghetto de Varsovia la conocemos desde muchas perspectivas, pero la utilizada por Mayorga es extremadamente original. Se trata de sufrir el conflicto desde dentro, desde los ojos de dos judíos afectados por aquella situación inhumana, una niña, que personifica Blanca Portillo, y un anciano cartógrafo, interpretado por José Luis García Pérez.

El eje de la trama se combina con la perspectiva en tiempo presente de una pareja española, vinculada a la embajada de nuestro país en la capital polaca, empeñada ella en desmenuzar el terrible período del inicio de los años 40, mientras que él prefiere pasar de largo sobre el asunto. Una pareja que lleva dentro de sí la carga destructiva de la muerte de su única hija, en una situación distinta.

La trama lanza sus tentáculos trágicos a una cierta modernidad, como la guerra de los Balcanes, algo más próxima a nosotros cronológicamente (que no emocional y racionalmente) que el exterminio judío de los nazis. Todo este conjunto de elementos está sobrevolado por una constante de contenido práctico y simbólico: la elaboración de los mapas y los planos.

Salvo los especialistas, el público en general tiene unas nociones rudimentarias de lo que son estos instrumentos de conocimiento del territorio para poder orientarse. Pero Mayorga, científico y filósofo, va un poco más allá, bastante más al fondo de la cuestión. Ahí es donde la obra empieza a ascender, desbordando la simple anécdota criminal de los nazis, por trágica que sea, y la controversia matrimonial surgida entre los protagonistas.

En ese análisis de la cartografía como vehículo de la verdad o la mentira, como medio de dominio o de sometimiento, radica la grandeza de la obra. Un texto denso, tenso, comprometido y comprometedor que ambos intérpretes encarnan con absoluta maestría, superando quizá José Luis García Pérez, en unos tránsitos interpretativos sorprendentes, a la actuación magnífica, pero más lineal, de una Blanca Portillo que ha de pasar por niña, madre, esposa y cronista comprometida.

Un final estremecedor consolida la sensación de agobio en el espectador, provocando una reflexión que no acaba con la deglución de la tragedia.

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