Francisco Javier Aguirre. El príncipe de Dinamarca, Hamlet, es uno de los personajes literarios más universales. Probablemente solo le supere en fama y dimensión don Quijote. El drama que compuso Shakespeare con él de protagonista lo ha confirmado para la eternidad. Su historia de amor y venganza se ha representado en todos los idiomas cultos infinidad de veces.
El pasado fin de semana pasó por el Teatro Principal de Zaragoza la coproducción de La Compañía Nacional de Teatro Clásico y Kamikaze Producciones, dirigida por Miguel del Arco. Una puesta en escena arriesgada, en la que se singularizan ciertos aspectos del drama que, aún manteniéndose fiel al texto original, ofrece perfiles muy particulares. El primero de ellos es resaltar como eje dramático la recurrente oscilación anímica del protagonista que se mueve al compás de los acontecimientos y de los conocimientos que va adquiriendo.
Hay un claro punto de inflexión tras la actuación de los cómicos que desvelan la culpabilidad de Claudio, su tío y padrastro, en la muerte de su padre. Toda la acción transcurre en el espacio vital de Hamlet, incluso aunque se ausente durante el fugaz viaje a Inglaterra. El episodio final en el cementerio, cuando va a producirse el entierro de las cenizas de Ofelia, queda como embutido en ese mismo espacio mediante una original estratagema escénica.
El gran interés de esta producción, estrenada hace un año en Madrid, radica en el diseño escenográfico que permite mantener la acción de forma única en medio de un gran laberinto de cortinas, objetos y diálogos que envuelven el espacio. Resulta difícil innovar en una obra tan conocida y representada. La fórmula pasa por la creación de ámbitos vacíos en los que las luces, los claroscuros, las figuraciones y las sombras forman un todo caleidoscópico que el espectador debe asumir para dar continuidad a la historia. Y por la inclusión de elementos tan modernos como las armas de fuego.
En la versión de Miguel del Arco se refuerza la doble motivación en la presunta locura de Hamlet: la muerte de su padre y el desencuentro amoroso con Ofelia. El tema de la pérdida de la sensatez incorpora también a la actriz, hija de Polonio, el consejero real, que se ha interpuesto entre ambos jóvenes. Sobre el escenario se suceden una serie de planos superpuestos que con gran agilidad trasladan los elementos de la trama al espectador, quien debe esforzarse para integrarlos. Del mismo modo, la lectura de Miguel del Arco plantea de forma constante la alternativa humor-dolor como testimonio del caos en que se desenvuelven tanto el protagonista como la acción dramática.
El famoso monólogo del ‘ser o no ser’ queda un tanto desvaído en esta versión, en la que tampoco tiene especial incidencia el diálogo con la calavera de Yorik, el bufón. Sin embargo, el final adquiere una grandeza apoteósica inusitada con el episodio del duelo, una lección de esgrima muy bien desarrollada.
Impecable el elenco actoral, como Israel Elejalde a la cabeza. La obra deja una sensación de trama bien construida, aunque con cierta carencia emocional, a pesar de los gritos y de las actitudes violentas de varios protagonistas.