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Yo, Feuerbach

Pedro Casablanc interpreta ‘Yo, Feuerbach’.

Francisco Javier Aguirre. Tres décadas han tardado la obra de Tankred Dorst en llegar a los escenarios españoles. Tres décadas que han supuesto un revolcón en el orden social, en el laboral, en el artístico y particularmente en el dramático en la vieja Europa; seguramente también en el resto del mundo donde la civilización atiende a las producciones teatrales.

El pasado fin de semana se ha estrenado en el Teatro del Mercado, bajo la dirección de Antonio Simón, en versión y adaptación de Jordi Casanovas, con el protagonismo de Pedro Casablanc que monopoliza la escena, porque el otro personaje, el menudo ayudante de dirección del maestro Lettau, interpretado por Samuel Viyuela, es una especie de marioneta en manos del veterano actor, que tras unos años oscuros, de imprecisa situación, intenta volver a ocupar puestos de importancia en una nueva producción teatral.

Hay un discurso reiterado sobre los méritos pasados que la memoria del protagonista no cesa de encumbrar, aludiendo a sus participaciones estelares en obras emblemáticas del repertorio dramático. Da la sensación de que existe el propósito de saturar el escenario y la atención de los espectadores con recuerdos de pesadumbre, con ilusiones truncadas, con aspiraciones rotas, hasta que se produce una cierta liberación cuando se da entrada a la presencia simbólica de Francisco de Asís y sus avecillas. Un episodio de fuerte contenido emocional, reforzado por el parlamento en italiano, que esponja la pesadez de la acción.

Hay también un sabio recurso por parte del director al prescindir de la presencia de la regidora y limitarla a una voz en off, que episódicamente se refiere a la presencia de un perro en el teatro, un perro con una carga simbólica importante, un perro que alguien puede identificar con el vapuleo laboral que está sufriendo el protagonista a manos de un inmaduro ayudante del director de escena, que no llega a figurar, pero que está presente por medio de micrófonos ocultos y de cámaras que registran la prueba, las pruebas que el aspirante al retorno desarrolla una y otra vez para su propia desesperación y para mostrar al público que la penuria del oficio artístico no es algo reciente, por dolorosa que sea la actualidad, sino quizá un componente constitutivo de la propia profesión del actor.

Un muy intenso trabajo físico avala la actuación de Pedro Casablanc, que finalmente cae derrotado en sus aspiraciones de retorno, simbolizando la lucha constante y la entrega ciega que el mundo del arte exige a sus partícipes.

Intensa puesta en escena, con efectos lumínicos impactantes, desde el inicio, por la falta de luz, por las ofuscaciones momentáneas, por el apagamiento de una esperanza.

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