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Fuenteovejuna

Francisco Javier Aguirre. El drama de Fuenteovejuna ha sido siempre un referente de lo que significa la justicia popular frente a los desmanes y a los abusos de los poderosos. Cientos de versiones han poblado la escena universal con esta pieza emblemática de Lope de Vega. Pero quizá es la ofrecida el pasado 28 de septiembre en el Teatro Principal de Zaragoza, coincidiendo con la reinaguración de la sala dotada de nuevas y confortables butacas, la que mayor impacto puede causar dentro de una perspectiva en la que el tema desborda los alcances de su contenido.

Bajo la dirección de Pepa Gamboa, con dramaturgia de Antonio Álamo, un colectivo de mujeres ágrafas de etnia gitana ha demostrado su capacidad de integrarse en los esquemas del teatro convencional, es decir el que se desarrolla en un escenario con la cuarta pared abierta al público, para expresarse de forma original y libre en un conflicto que afecta directamente a la mujer como víctima del abuso y la represión del macho triunfador.

Intercalando músicas, bailes, ritos y expresiones populares de su etnia, las siete intérpretes, secundadas por quien desarrolla el único papel masculino de la versión, el Comendador, personificado por David Montero, ofrecen una obra de impacto, respaldadas por una algarabía escénica compuesta por ropas y retales variopintos que contribuyen a la verosimilitud de la puesta en escena. Instaladas en la modernidad, quizá el único elemento discordante sean las melodías iniciales vinculadas al tango clásico con alusiones directas de Astor Piazzolla, aunque a ciertos espectadores les habrá parecido correcta esta incorporación.

No obstante, la clave reside en la fuerza dramática y en la cohesión del grupo, vinculado no solo por el ambiente de procedencia sino también por la intencionalidad de su denuncia en momentos en los que, a pesar de los esfuerzos por mejorar la situación y el respeto a las mujeres, las metas a conseguir están aún bastante lejanas, tanto en nuestro contexto cultural como en otros donde la situación es muchísimo más dramática. No cabe sino aplaudir este giro programático que facilita la incorporación al arte de la escena de personas y colectivos tradicionalmente alejados de ella.

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