Fernando Gracia. Isabel Coixet está últimamente en el ojo del huracán. La deriva independentista sobre la que ha opinado públicamente en contra, como mujer viajada que es –“para aprender, viajar”, como se decía antaño-, la ha hecho quedar enfrente de una turbamulta que seguramente le boicoteará su último trabajo, este que ahora podemos ver en nuestras pantallas, “La librería”.
Reincide la directora en uno de sus temas recurrentes: la presentación de una mujer decidida, fuerte aunque no lo parezca físicamente, con coraje ante la vida. Como lo era su anterior protagonista, la Juliette Binoche de “Nadie quiere la noche”, o la magnífica Sarah Polley de “Mi vida sin mí”, por poner algún ejemplo.
La protagonista de este nuevo filme es una viuda de poco más de cuarenta años, que perdió a su marido en la guerra, y que a finales de los años cincuenta decide montar una librería en un pueblo de lo que podríamos llamar la Inglaterra profunda. Un pueblo donde ella es apreciada mientras se limita a ser “viuda de” pero que no la verá igual cuando decide dar ese paso.
Con un desarrollo parsimonioso, que no es lo mismo que lento, el leve argumento va abriendo poco a poco su abanico hasta acabar atrapándonos, a pesar de que apenas ocurren cosas impactantes y que por momentos tal parece que estamos asistiendo a una historia victoriana, no en balde los nombres de las hermanas Bronte o de Jane Austen se dejan caer por ahí como por casualidad.
Una voz en off, que el hermoso final de la película nos aclarará su procedencia, acompaña la narración dotándola de un aire literario que, al menos a quien suscribe, no estorba sino que le añade un plus de trascendencia, bien engarzado a la historia por la directora –y también guionista adaptadora, algo fundamental-, que como viene siendo habitual en su filmografía retrata el ambiente con una precisión y una belleza realmente majestuosa.
Porque la Coixet siempre ha filmado de forma hermosa. A veces, incluso, demasiado, olvidándose un tanto de la trama, como ocurría en varias de sus controvertidas películas. En este caso opino que no ha sido así, y belleza ambiental, diálogos inteligentes, clara intención satírica y amor por la cultura forman un todo que acaba dejando en el espectador un excelente postgusto, como cuando uno paladea un buen vino.
Acierta la directora en la elección de sus intérpretes, todos británicos (o lo parecen, porque la Clarkson nació en los USA) como corresponde a la trama. Porque todos ellos, en su forma de moverse, de mirar y de hablar son evidentemente british, cual té a las cinco. Y sabido es que nadie hacer mejor de británico que los hijos de la otrora pérfida Albión.
Ellos son Emily Mortimer, Bill Nighy –que en poco tiempo ha pasado de ser eterno secundario a excelente protagonista- y Patricia Clarkson, que ya trabajó a las órdenes de la Coixet en “Elegy” y “Aprendiendo a conducir”.
La película se cierra con una hermosa secuencia y una bella frase, que no diré aquí, y que cualquiera puede suscribir. Una frase que rezuma amor a la cultura y que dice mucho en favor de quien la escribió en su momento, la escritora Penelope Fitzgerald, y la directora catalana, española y universal que es Isabel Coixet, una señora de interesante y por qué no desigual carrera, pero a la que le cuadra perfectamente el adjetivo de artista.
Aviso final: los que gusten de películas rapiditas, con ruido y furia y que no hagan pensar, no disfrutarán de esta propuesta. Los que solo busquen obras maestras, tampoco. Que, a pesar de ciertos comentarios ditirámbicos que he leído por ahí, esta no lo es ni lo pretende. Simplemente es una buena película dirigida a nuestra sensibilidad. Quién pide más.