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Derecho a informar

Escena de ‘Los papeles del Pentágono’.

Fernando Gracia. Un estreno de Spielberg siempre es acogido con expectación por la parroquia. Su ya larga carrera, tan plagada de éxitos de taquilla, ha transitado preferentemente por el cine de aventuras y el familiar, aunque de vez en cuando se ha puesto más serio abordando hechos históricos sobre todo relacionados con su país.

Así nos regaló hace años títulos como “La lista de Schindler”, “Munich”, “El puente de los espías” e incluso “Lincoln”. Al margen de gustos personales, ni sus detractores –mejor cabría decir poco adictos- le han podido negar su habilidad filmando y sus puestas en escena tan eficaces.

Como ocurre en “Los papeles del Pentágono”, esa especie de precuela de “Todos los hombres del presidente”, que ahora llega a nuestras pantallas. El objeto de la película está claro desde un principio: contarnos la peripecia del Washington Post al decidir publicar unos documentos sobre la guerra del Vietnam. En ellos se demostraba el error cometido por el gobierno norteamericano al continuar su intervención en aquella zona así como la ocultación al pueblo de la auténtica situación.

El buen ritmo narrativo facilita el seguimiento de la sencilla trama, que por otra parte se desarrolla dentro de los más clásicos cánones. La planificación y el movimiento de cámara confieren dinamismo a la historia y la elevan de la categoría de telefilme en la que podía haber caído a poco que se hubieran descuidado.

En la historia no sale precisamente bien parado Nixon, cuya figura vemos y oímos de lejos y de perfil, y viene a ser una glorificación al derecho a informar que se supone debe amparar a la prensa. En la película se habla mucho y rápido, pero el lenguaje no es excesivamente sofisticado y el desarrollo de los hechos se sigue con facilidad a poco familiarizado que uno esté con este mundillo.

La comparación con la película de Alan J. Pakula arriba mentada parece inevitable. Creo que la actual es más simple y sencilla, aunque no cuente con el glamur de la de 1976, donde andaba Robert Redford. El intríngulis de la película queda claro enseguida y Spielberg narra de forma clásica y ortodoxa una historia verdadera, que el límpido guion hace que también lo parezca.

Siempre se ha dicho que escribir sobre Historia es una forma más de hablar del presente, seguramente porque según se dice la Historia siempre se repite. Parece evidente que los hechos narrados pueden encontrar fáciles paralelismos con aspectos de la política actual.

El reunir por primera vez a dos estrellas del cine como Meryl Streep y Tom Hanks se presenta como uno de los ganchos publicitarios de la película. Tal es así que sus apellidos llenan el cartel. Creo que ha sido lo que parece, un incentivo cara la taquilla. A mi modo de ver está más brillante ella que él, quien se limita a despachar su personaje con sobriedad.

Spielberg vuelve a contar con el gran John Williams para la partitura. En su visionado apenas he oído momentos de lucimiento salvo en el final, cuando los títulos de crédito. Al no ser un filme de aliento épico tampoco cabía esperar otra cosa.

A los aficionados a la Historia y lectores de prensa, así como medianamente interesados en la política, les interesará. A los que busquen acción, más bien no. Y a los que busquen una obra maestra del bueno de Steven, que esperen a otra ocasión. Esto no es sino cine de toda la vida bien contado. Tenían una historia que contar al respetable y lo han hecho con solvencia y oficio, y a pesar de las reticencias que podía haber a priori, sin aburrir, que no es poco.

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