Fernando Gracia. Hace un par de meses me crucé por la calle con Woody Allen. No, no es el comienzo de un relato de ficción ni es una fantasmada. Fue cierto. Ambos caminábamos por la parte ajardinada de los Campos Elíseos parisinos y lo vi venir de frente con su esposa asiática a un lado y otra mujer al otro. No le dije nada, ni le paré, ni le pedí una foto ni me hice un selfie ni nada de nada. Y no por falta de ganas. Le vi mayor, la verdad. Y le vi también como un viejo conocido con el que uno lleva tratándose desde hace décadas.
Y ahora que vengo de ver su último trabajo, ‘Día de lluvia en Nueva York’, pienso que tal vez le debiera haber pedido que no se jubilara nunca, aunque muy original no fuera la propuesta ya que seguramente son muchos los que ya se lo habrán comentado.
Porque ahí sigue, octogenario, regalándonos cada temporada una pequeña dosis de ingenio. Hace tiempo que solo hace cine para sus seguidores, mayormente europeos, componiendo películas casi de la nada, con argumentos leves siempre trufados por sus gustos y obsesiones. Y así, hasta que Dios quiera.
En esta ocasión nos ofrece una comedia desarrollada en poco más de un día, el que pasa una pareja de estudiantes que se han conocido en una universidad cercana a la gran metrópoli. Él es el vástago de una familia riquísima neoyorquina y ella viene de Arizona, o sea “de pueblo”.
Comienza el filme con abundante diálogo, mientras la voz en off nos pone en situación rápidamente. Cuando la pareja llega a la gran manzana el ritmo se acelera y empiezan a ocurrirles cosas a los personajes. Es a partir de ese momento cuando descubro para mi felicidad que estamos ante una comedia a la manera de los años treinta, esas que comenzaban con una propuesta más o menos disparatada y que luego se desarrollaban con la más absoluta de las coherencias.
En boca del muchacho protagonista, un convincente Thimothée Chalamet –recordémosle en ‘Call me by your name’, por ejemplo- pone el director y también guionista buen número de sus pensamientos, ideas y gustos: la música de hace cincuenta o sesenta años, sus opiniones respecto a la alta sociedad, algún que otro chiste judío, su amor a Manhattan, su vocación urbanita … De contrapunto presenta una muchacha entre encantadora y alocada que remite al recuerdo de Claudette Colbert, por poner otro ejemplo.
Como es habitual en sus películas, de aspecto más bien pequeñito, la función dura lo que tiene que durar, está adornada por una exquisita banda sonora e iluminada por su amigo de los últimos tiempos Vittorio Storaro. Casi nada.
Es evidente que solo se puede recomendar la película a los degustadores del cine de Allen. Como es habitual tras su visión luego llegará la disquisición sobre si es mejor o peor que otros títulos de su prolífica carrera. Cuestión de gustos: es evidente que las ha hecho mejores – de más enjundia, podría decirse- y también peores por aquello de que no se puede ser sublime sin interrupción, pero, por favor, que no se retire nunca. Que siga regalándonos cada año un ratito de felicidad ante la pantalla.
Eso es lo que no le dije cuando le vi, pero que estuve pensando un buen rato mientras yo subía hacia el Arco del Triunfo y él bajaba hacia las Tullerías.