Rafael Castillejo. / Aunque me gusta el invierno, estos días en que las bajas temperaturas se presentan acompañadas de fuerte cierzo me entran ganas de decirle a alguna castañera que me haga un sitio junto a su estufa. Además, estas buenas mujeres me recuerdan a mi abuelo, que solía comprar una peseta de castañas para calentarnos las manos dentro de los bolsillos y comerlas cuando habían perdido aquel bendito calor que sabía a gloria en un tiempo en que los inviernos eran mucho más duros que ahora.
Algunos jóvenes creen que contamos estas cosas como el abuelo de la ‘Familia Cebolleta’ narraba sus populares batallitas pero,no solamente es cierto, sino que puede comprobarse en hemerotecas o en fotografías como la que aquí acompaño, obtenida por José Antonio Duce en el año 1956, donde puede verse el Canal Imperial completamente helado a su paso por el barrio de Torrero, mi querido y recordado barrio en el que viví ese duro invierno y otros parecidos.
Eran tiempos en que la mayor parte de los hogares carecían de calefacción y, como mucho, contaban con una estufa de carbón y leña en el centro de una habitación de la casa. A veces, un brasero alimentado de cisco debajo de alguna mesa de camilla ayudaba a la vieja estufa como buenamente podía, lo cual no dejaba de ser peligroso por riesgo de sufrir alguna quemadura, incendio o intoxicación. Más tarde, llegarían las estufas de petróleo y, con ellas, las filas en el surtidor de la Plaza de las Canteras que se hacían mucho más largas cuando la radio anunciaba precipitaciones de nieve porque, aunque esos jóvenes que antes decía sigan sin creerlo, en Zaragoza también solía nevar.
De lo desagradablemente frías que estaban las sábanas y las anécdotas que se producían por ello, podríamos escribir un libro. Los que compartían cama solían esperar a que el más ‘valiente’ tomase la decisión de acostarse primero para que fuera calentando el lecho. Benditas bolsas de agua caliente que, lamentablemente, se enfriaban pronto. Después, el ‘valor’ había que demostrarlo para levantarse cuando tanto la estufa como el brasero hacía horas que se habían apagado. Si a ello le añadimos que en muchas casas el retrete se encontraba en corrales o galerías, cualquier parecido con el placer y el confort era mera coincidencia. Aquellos, eran inviernos de verdad.
Por eso suelo decir a los que me llaman nostálgico que, lo soy alguna vez y, concretamente, de algunas cosas, de algunos momentos y, sobre todo, de algunas personas que me gustaría poder volver a abrazar pero, si un día hiciese ese viaje en el tiempo, acostumbrado como estoy a las comodidades de hoy, quizá no tardaría en regresar, aunque con ello tenga que convivir con tantas cosas que no me gustan. Eso es lo que me gustaría que los jóvenes de hoy hicieran, valorar todo lo que tienen pero, como siempre lo han conocido, dudo que sepan apreciar las pequeñas cosas como las aprecio yo y como las aprecian los que vivieron aquellos duros inviernos, como el del 56.
Rafael Castillejo
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