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La lluvia roja

La plaza del Torico en el momento de la puesta del pañuelo. / Foto: Antonio Garcia
La plaza del Torico en el momento de la puesta del pañuelo. / Foto: Antonio Garcia
La plaza del Torico en el momento de la puesta del pañuelo. / Foto: Antonio Garcia

Adrián Luis. / A ritmo de procesión. Eran las cuatro y media de la tarde del pasado sábado y así era cómo había que acceder a la plaza del Torico, marcando el paso aunque a menudo en zigzag. La muchachada ya tenía el arsenal etílico preparado para la ocasión –garrafas, pistolas de agua, fumigadores–, los cánticos propios de este tipo de jaranas y las gargantas también estaban listos: «¡Que bote Teruel!». Los dos mozos encargados de engalanar a la figura en lo alto de la columna arengaban a la marabunta. La explosión de jovialidad alcanzó el clímax cuando los escaladores cubrieron al Torico con el pañuelo de las Fiestas del Ángel: precipitaciones en forma de lluvia por la cantidad del calimocho lanzado al aire, gritos de alegría, saltos y manos al cielo.  Las altas temperaturas y el calor provocado por la masa no suponían ningún inconveniente. Tras este lapso de tumulto, la gente teñida de rosa, jóvenes en su mayoría, tomó rumbo a las carpas de las peñas para continuar con la fiesta. Y es que en Teruel no se verán australianos, neozelandeses o a Dennis Rodman. Sin embargo, la peregrinación desde Zaragoza o la Comunidad Valenciana es masiva y la festividad sigue teniendo gran poder de convocatoria.

La estancia en las carpas se podía interrumpir para tomarse una ducha e ir a cenar o, sin miramientos, alargarse hasta la madrugada. Los motivos: ruta de carpas, polvos de colores, comida y bebida o música como So ein schöner tag. Por lo general, la pegajosidad del calimocho y demás suciedad acumulada en el cuerpo y en la ropa invitaban a echarse un agua. Los que podían se marchaban a sus casas, los que no, pues, a las fuentes, donde se forma incluso fila, al río o a las duchas de los entoldados. Todo eso para estar presentable en la velada: hombres y mujeres en las calles, en los parques, en las barras y, cómo no, en las carpas de las peñas.  Porque estas son los verdadero centros neurálgicos de La Vaquilla, animados por los DJ o por las orquestas. Las horas pasaban y el sol asomaba, pero ahí nadie se movía hasta que la música no cesara. ¿Y después? Pues a dormir, a apresurarse para coger el autobús de vuelta o a descansar en el propio suelo de la estación mientras se espera a este medio de transporte. Los buses parten y los viajeros que aun se mantienen despiertos en el interior del vehículo miran a través de la ventana para decir «hasta la próxima» al Torico.

 

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