Fernando Gracia. En 1945 el estreno de “Los últimos de Filipinas”, dirigida por Antonio Román, se convirtió en un enorme éxito de taquilla, propiciando que Franco decretara que los supervivientes de la gesta o, en su defecto, sus herederos fueran galardonados… siempre y cuando hubieran hecho la reciente Guerra Civil en el bando de los vencedores.
Contribuyó al éxito popular la canción que la bella Nani Fernández cantaba al principio de la película. “Yo te diré”, con letra del dramaturgo Enrique Llovet, se cantó durante años y se utiliza en la película que ahora nos llega como guiño hacia aquella producción, con acierto a mi modo de ver.
Los tiempos son otros y la instrumentalización del viejo filme en blanco y negro para adaptarlo a las consignas del momento cambian en el actual hacia un tono más crítico y a una mayor aproximación a lo que ocurrió en el reducto de Baler en aquel nefasto año de 1898 en el que el viejo imperio español se acabó de derrumbar.
Enrique Cerezo, conspicuo presidente atlético y avispado productor y distribuidor cinematográfico, se ha embarcado en un proyecto ambicioso y caro para los parámetros patrios del que pienso va a salir bastante airoso cara el objetivo de recuperar la inversión, cosa nada desdeñable. No se olvide que esto es una industria.
Ha contado con un realizador criado en las series televisivas, Salvador Calvo, del que ahora se puede ver, por ejemplo, su adaptación del libro de Nieves Herrero “Lo que escondían sus ojos”. Opino que el director no ha acabado de dominar la función, ya que le cuesta entrar en materia y alarga innecesariamente el primer tercio de la película, que mejora en el segundo y alcanza su plenitud en un brillante tramo final.
La historia es atractiva y todos –supongo, que tampoco apostaría por ello- sabemos cómo termina. El guion debe ahondar en las relaciones entre los soldados sitiados y como mandan los cánones debe presentar caracteres muy diferentes y si puede ser lo más enfrentados posibles.
El cine ha tratado alguna otra vez historias de asedio, y opino que aunque todas han sido estimables, no han sido obras plenamente conseguidas. Así, a bote pronto, “El álamo” y “Zulú”, por citas algunas. No son cinematográficamente más conseguidas que la que ahora nos llega, aunque algunos me tilden de chovinista.
Así las cosas estimo que están muy bien escritos los personajes del teniente al mando, defendido como acostumbra –o sea muy bien- por Luis Tosar y el muchacho dibujante que encarna excelentemente Álvaro Cervantes, más que posible nominado para los próximos Goyas. El resto son más de una pieza, con menos matices, aunque funcionan gracias a que los interpretan actores tan competentes como Eduardo Fernández, Javier Gutiérrez, Karra Elejalde o Carlos Hipólito.
El filme está muy bien ambientado, disfruta de una acertada banda sonora firmada por Roque Baños e incluye algún que otro toque sensual, que se agradece visualmente. No se han cargado las tintas en este asunto aunque se hubiera podido. Léase si no el recomendable libro de nuestro paisano Lorenzo Mediano “Los olvidados de Filipinas”, que narra otra aventura similar ubicada en la misma contienda, cuyo protagonista fue el propio abuelo del novelista.
Aunque no carga en exceso las tintas en los temas políticos sí los toca suficientemente para darle un mayor empaque a la película y para huir del patrioterismo facilón. Un hándicap tristemente recurrente en filmes de época es la escasa adecuación del aspecto de los jóvenes soldados a lo que era en aquellos años el aspecto de los españolitos obligados a ir a ultramar por no poder pagar las dos mil pesetas que les hubieran eximido. Es una causa perdida, aunque en otras latitudes como la inglesa lo solventan con mayor verosimilitud.
Merece este filme, aunque diste mucho de ser redondo y se le puedan achacar unos cuantos defectos, que el público vaya a verlo. Estamos a fin de cuentas ante una película de corte histórico, hecha con ganas e interés, que aborda una época apenas tratada en nuestra cinematografía. Cuántas historias se podrían escribir sobre nuestro convulso siglo XIX, sin descartar que se podría perfectamente hablar del presente rabioso utilizando aquel pasado reciente, como de hecho suele ser uno de los objetivos de las narraciones históricas.
No es necesario que una película sea perfecta y no digamos “obra maestra”, epíteto empleado con frecuencia de forma banal, para poder disfrutar de ella. Esta que nos ocupa tiene casi todos los ingredientes que necesita un espectador para salir satisfecho, empezando por una buena historia. No anda nuestro cine patrio tan sobrado de ellas.