Francisco Javier Aguirre. El pasado fin de semana se presentó en el Teatro Principal la pieza del argentino Rafael Spregelburd La estupidez, dirigida por Fernando Soto, con Alfonso Mendiguchía, Fran Perea, Toni Acosta, Ainhoa Santamaría y Javier Márquez en el elenco actoral. Es el segundo montaje de la Compañía Feelgood Teatro. Una obra larga y compleja que sucede a un ritmo vertiginoso entrelazando varias acciones que ocurren simultáneamente en un motel de Las Vegas, donde los protagonistas han ido a enriquecerse.
Los cinco actores dan vida a 24 personajes distintos, lo que supone un trabajo físico impresionante y una sorprendente capacidad de caracterización, puesto que apenas hay pausa a lo largo de la obra dividida en dos partes, con un descanso de 15 minutos que hasta parecen insuficientes para reponerse, tanto a los actores como a los espectadores.
La estupidez pertenece a un ambicioso proyecto del autor, la Heptalogía de Hieronymus Bosch, El Bosco, un grupo de siete obras sobre el tema de los pecados capitales. Se estrenó en Buenos Aires en 2003.
La trama es sugerente y compleja, con historias superpuestas que muestran a una pareja de estafadores artísticos, a un trío de policías homosexualizados, a un científico que quiere mantener su descubrimiento a resguardo de la idiotez, a una mujer separada solo físicamente de su marido, a un hedonista que maltrata a su hermana discapacitada, a la mafia siciliana en acción… pero excesivamente larga, con situaciones reiterativas que podrían haberse resumido sin perder tensión dramática y cómica. A lo largo del tiempo en que lleva ofreciéndose la obra en diferentes escenarios, se ha apuntado la posibilidad de reducir la duración, pero al parecer el autor no permite cortes.
Los sucesivos episodios muestran la codicia del ser humano y desembocan en situaciones estúpidas que justifican el título de la pieza. Todos los actores desarrollan sus papeles con gran precisión, pero Ainhoa Santamaría va un paso más allá y ofrece un auténtico recital interpretativo, de lo desternillante a lo amargo, de la soledad a la histeria, consiguiendo los momentos más lúdicos y lúcidos de la obra.
En su segunda parte, la confusión de la primera se aclara un tanto, es menos abigarrada y más precisa, lo que permite transitar de la mera anécdota a cierta exposición del sentido crítico que subyace en la trama.
La escenografía de Elisa Sanz, la iluminación de Juan Gómez-Cornejo, la música de David Angulo y el vestuario de Arantxa Ezquerro realzan la indudable calidad de la puesta en escena.