Francisco Javier Aguirre. De ‘Moby Dick’, de Herman Melville, que cuando se publicó, en 1851, era una obra enciclopédica que tuvo dificultades para abrirse camino por sus dimensiones y complejidad, se han realizado diferentes montajes cinematográficos y versiones teatrales.
El texto completo es un auténtico tratado de filosofía, psicología, arte de la pesca y muchas otras cosas. En la narración hay un personaje clave, el capitán Ahab, que realizó un gran viaje desde la costa este de los EE.UU. hasta la Polinesia, en busca de una ballena concreta.
Este viejo lobo de mar zarpa a bordo del Pequod en busca de Moby Dick, la ballena blanca que le arrebató una pierna mientras intentaba capturarla en un viaje anterior.
Bajo la dirección de Andrés Lima, José María Pou interpretó el papel del capitán, acompañado por Jacob Torres como Ismael y Óscar Kapoya como Pip, desdoblándose los dos últimos en los diferentes miembros de la tripulación. Un personaje invisible, pero omnipresente, es la música, creada por Jaume Manresa. También el vídeo de Miquel Àngel Raió tiene un papel fundamental.
Al capitán Ahab, uno de los personajes más grandes de la literatura universal, según Pou, le domina la intención de vengarse, y esa es la clave de esta versión, quedando todo lo demás como marco referencial. La pesadilla del protagonista, que sueña a menudo con su propia muerte, y su ira incontenible dominan la acción. La locura del hombre es total, la dimensión de su desgracia, estremecedora, su decisión, inquebrantable.
José María Pou construye un personaje al borde de la desesperación, pero lo hace de una forma genial, con una grandilocuencia que no llega a ser rimbombante, aunque en ocasiones roza los límites. Sus acompañantes a bordo del Pequod completan adecuadamente la acción, con actitudes sumisas unas veces y disidentes otras, hasta el desastre final.
Cuenta esta producción con una puesta en escena espectacular. La dimensión visual y el espacio sonoro envuelven el escenario de forma absoluta, creando un ambiente opresivo y demencial que inunda la sala de butacas y convierte al mar en el cómplice esencial del drama.