Fernando Gracia. La intuición como espectador habitual me decía que no demasiado se podía esperar de una nueva película francesa con título tan tópico como “La clase de piano”. Y habiendo visto su avance publicitario, con más razón.
Y así ha sido. Ninguna sorpresa dentro de un tono amable y suficientemente hábil como para pasar un rato entretenido. O sea que si uno no se muestra muy exigente la cosa puede pasar y si no es así la cosa se queda en muy poco. Ahora bien, con el buen oficio habitual de nuestros vecinos como aliado.
Tras un comienzo no demasiado prometedor enseguida se entra en el meollo del argumento: la obstinación de un gerente de conservatorio de música en aprovechar las condiciones innatas de un muchacho como pianista.
El conservatorio debe presentar a uno de sus alumnos a un concurso internacional y su intuición le indica que este joven que vive en los suburbios parisinos puede ser el indicado. Con estas premisas cualquier espectador se puede imaginar por dónde van a ir los derroteros del filme.
Y así es. Una vez planteado el asunto todo transcurre sin apenas sorpresas ni sobresaltos, en un tono agradable y ciertamente positivo, lo que es de agradecer, aunque dramáticamente ofrezca tan pocas posibilidades.
No falta el amor ni unas pinceladas melodramáticas relativas a la situación familiar del adulto. Ni falta, claro está –y afortunadamente, cabría decir- la buena música. La parte final está dedicada al ensayo de una difícil pieza de Rachmaninov, bien resuelta desde el punto de vista estético.
El muchacho protagonista es Ludovic Bernard, que según leo en algún sitio es nieto de Jean Louis Trintignant, gloria del cine francés. Le acompaña una pareja solvente, Lambert Wilson y Kristin Scott Thomas. Ambos cumplen sin mayores problemas.
En suma, un producto correcto, de escasa importancia cinematográfica, que se ve sin apuros. Un ejemplo más de cine francés habilidoso, de tono medio, correcto técnicamente, relativamente barato de realizar, suficiente para hacer pasar un rato distraído.