Fernando Gracia. Posiblemente las figuras de Stan Laurel y Oliver Hardy no digan apenas nada a muchos de los espectadores habituales de las salas de cine. Ya eran famosísimos cuando los que ahora somos mayores y veteranos en el consumo de cine éramos chicos. De hecho empezaron como pareja cómica en el mudo, aunque se adaptaron al sonoro sin problema alguno y los treinta y cuarenta fueron años muy prósperos para ellos.
El anuncio de que se había realizado una película sobre sus últimos años, titulada por estos lares simplemente El gordo y el flaco, aunque en el original sea STAN & OLLIE, me hizo acercarme con interés a la sala.
Debo decir ya de entrada que mi impresión no pudo ser más favorable. El muy ajustado guion y la impecable realización de Jon S. Baird, curtido en la tele británica y del que solo recuerdo un estreno en España, “Filth el sucio”, unido a la extraordinaria caracterización de su pareja de intérpretes, me ha hecho pasar un rato sumamente agradable.
Y es que la película es algo con frecuencia mejor que una película importante, es una película hermosa y por momentos deliciosa. Lo que puede acabar por resultar mejor que ver una que nos parece muy buena e importante y que a los pocos meses apenas ha dejado recuerdo alguno en nuestra mente. Al menos quien suscribe seguro que esta de ahora la recuerda durante mucho tiempo.
La trama nos sitúa al comienzo en los estudios de Hal Roach –el productor que los unió como pareja, ya que ambos acumulaban una larga carrera individual, en la que el gordo Oliver había hecho con frecuencia de “malo” en películas del Oeste y el flaco Stan se había dedicado con frecuencia a escribir guiones e incluso dirigir cortos-. Stan tiene problemas contractuales y por un tiempo la pareja se deshace, llegando incluso el gordito a emparejarse con otro cómico sin que la cosa funcione.
Quince años después, ya en los primeros cincuenta, sus películas están dejando de interesar, aunque siguen siendo muy conocidos. Su actividad se centra más en las actuaciones en vivo. Les contratan para una gira en Gran Bretaña, donde además piensan filmar una parodia de Robin Hood.
Sus actuaciones, su relación personal, sus esposas de entonces –que fueron en ambos casos las definitivas, ya que atesoraban una larga experiencia en el tema-, la decadencia, el cambio de gustos y por encima de todo la amistad. De todo ello nos habla el filme, que recomiendo sobre todo a aquellos que alguna vez vieron de niños sus películas y también a los que gustan de que les hablen de la historia, o mejor aún de las historias, del que ha sido el entretenimiento fundamental del siglo pasado.
Memorable la interpretación de Steve Coogan en la piel de Stan Laurel, un hombre ingenioso, buena persona al decir de quienes le conocieron, inteligente y amigo de sus amigos –recomiendo la lectura de la autobiografía de Chaplin-. No es de extrañar que esté recibiendo numerosos premios por esa soberbia encarnación.
John C. Reilly, con la ayuda de una magnífica labor de maquillaje, es Oliver Hardy. Maneja su cuerpo excelentemente y consigue una mirada que le convierte en el gordo perfecto. Leo unas declaraciones suyas en las que comenta que este filme nunca hubiera podido hacerse de esta forma en su país, Estados Unidos. El filme es británico, y se nota.
Lo dicho, a mi modo de ver estamos ante un filme delicioso, de visión obligatoria para los amantes del subgénero de “cine dentro del cine”. Si además son viajeros habituales de la ciudad de Londres podrán reconocer algunos espacios relacionados con la trama que continúan exactamente igual seis décadas después, como por ejemplo ese Lyceum Theatre donde la pareja cómica triunfó entonces y donde ahora se puede ver –como hemos hecho muchos- ‘El rey león’.